Frases repetidas como hojas en un riachuelo que van y vienen duplicadas, constantes, machaconas, dejando sobre la superficie de la piel la marca clara de aquellos que la crean o lo que ellos quieren que creamos al oírlas al repetirlas al verlas, al leerlas al interiorizarlas aún con hastío por lo de repetidas. Casi todas llegan vía telemática, las menos en directo, una pantalla en medio de dos mundos o del mismo, separados por pantallas y por tercera ola.
Sorpresas al levantar la mirada y encontrar tras ellas los rostros casi planos de mis compañeros de clase saludos vía on-line que dificultan la cercanía y la calidez del saludo. Hasta las risas parecen más planas, los comentarios un tanto distorsionados, las miradas como perdidas por la luz de las pantallas, de los flexos que, vigilantes, flanquean las mesas de trabajo. Sorpresa al ver a Esther con mascarilla. Ojos que la miran casi inquisidores. ¿Mascarilla tras la pantalla?
Esta chica vive en una residencia de estudiantes y una compañera se contagió de coronavirus en la Biblioteca de la universidad, que cumple todas las normas, pero allí se contagió, se lo llevo el virus a la residencia y una vez conocido el caso toda la casa se puso en cuarentena. Y ella como comparte zonas comunes y habitaciones con otras chicas tiene que dar las clases con la mascarilla aunque nos separe la pantalla. Test de todos los nombres. Complicado.
Estamos conectado y hay afecto de pantalla y lemas claro que transmiten como avalanchas lo que quieren que recordemos o que olvidemos, como por ejemplos los nombres de ellos o ellas que se saltan las colas de la vacunas, los que abusan de poder para inventar excusas torpes para justificar esta acción. Mientras tanto, Israel ya casi ha vacunado a toda su población. ¿Cómo se explica esto? Cuestión de estrategia y de dinero, el poderoso dinero y las farmacéuticas.