En modo alguno hemos de mirar hacia atrás. Esta ola de calor que nos está derritiendo la sesera, no es privativa del dos mil quince, por mucho que termine en niña bonita. Los expertos saben cómo nuestros antepasados han sufrido estas temperaturas sin las comodidades que hoy se disfrutan. El cuerpo es tan sabio, y está tan bien diseñado que sin dejar de sentir y padecer, es un guerrero avezado a la hora de luchar contra las adversidades.
Y cuando aquí, en nuestro paralelo, los cuarenta se han instalado queriendo quedarse de huéspedes incómodos y exigentes, más abajo de nuestras latitudes podemos imaginar cómo viven sus habitantes. Hace pocos días saliendo de la misa dominical de los Capuchinos, un familiar y yo comentábamos los rigores de este verano. La respuesta no se hizo esperar, llegó de labios de una hermana franciscana que junto a dos compañeras viven en una casa demasiado austera, y se desviven por una misión que tienen en Togo, para la que trabajan sin descanso. ¡Calor! – nos respondió “¡Tenemos agua fresca y sombra!”.
Ante esos parámetros la queja nos hace sentir culpables. Así que moderando un poquito el consumo de energía, cosa que en los edificios públicos dependientes de la bolsa común, no se plantean, sino todo lo contrario, en verano hace frío y en invierno un calor insoportable, porque el usuario no va a ir poniendo o aligerando ropa cada vez que entra en un departamento, es posible hacernos más sensibles en nuestro entorno y alzar la vista un poco más lejos. Es verdad que el mundo de la comodidad nos resulta demasiado fácil instalar y, nos sume en desgracia tener que desprendernos de él. Sin embargo la equidad nos empareja y, si en tanto lugar público hubiera menos derroche, nos conformaríamos un poco a la hora de contribuir a los gastos comunes. Nos enfada y mucho, ver cómo nuestros dineros no se aprovechan bien. El calor lo sentimos todos de igual manera.