Me levanto y doy gracias en silencio. Pongo los pies sobre el suelo frío de mármol. A tientas descubro las zapatillas escondidas bajo la cama. Doy las gracias por cosas, sentimientos, personas… Un clínex blanco en mi mano, dos en la mesilla de noche, la cuchara del jarabe para la tos, un sinfín de caramelillos de colores de sabores a menta a miel, forman una fila desordenada en el tocador.
El termómetro me acusa. Estoy oficialmente resfriada, pero sigo dando las gracias y no, no es la fiebre. Cuando me encuentro ante el espejo de mi cuarto de baño ante el que se me escapa un estornudo gigantesco y ruidoso, me doy cuenta de que he dado las gracias bastantes veces. ¿Incongruente con mi estado? Tal vez, pero aún con unos grados febriles en mi organismo y por ende en mi mente, yo descubro cada mañana que estoy agradecida a la vida.
¡Gracias! ¡Gracias! Un café recién hecho me devuelve la fe en la gratitud, fe que no había perdido solo que ahora junto con el paracetamol y la tostada integral, ha subido unos enteros. Me lloran los ojos. Gracias por tener ojos con los que leer o mirar por la ventana este otoño cálido. Recuerdo aquel estornudo con un tribunal ante mí escuchando la tesis de mi carrera. Fue como el de hace un momento, salvo que en circunstancias embarazosas. Gracias a aquel momento tal vez desperté, llamé la atención de aquellas buenas gentes. Alguien me ofreció un pañuelo de papel y yo di las gracias. Bebí un poco de agua y seguí con la exposición. Fue un éxito de nota.
No tengo cuerpo para nada. ¡Gracias! Porque acabo de darme cuenta de que tengo una lista fantástica de cosas que, seguramente hoy no haré, pero son proyectos de vida que me suenan a gloria incluso con los oídos taponados. En fin me vuelvo al dormitorio. ¡Oh, gracias querida cama!