Abajo, se venía abajo el Martín Carpena. Aparecía Nadal, Rafael Nadal. Cinta blanca en el pelo, mirada entre tímida y expectante, sabedores su mente y su cuerpo, que ya acusa la carrera de fondo del tenista, que ésta podía ser la última liza.
Los alrededores del Carpena huelen a mar y tierra. A un barro que aún yace húmedo por los aledaños del estadio. Gentío impaciente. Banderas, pancartas con el nombre de Rafa escrito con letra infantil en algunas de ellas. Colores de España. La noche entra sin que los jugadores se den cuenta. Se encuentra fatigada porque el viaje nocturno que trae consigo ha sido largo e incluso cruel. Remontadas épicas que serán guardadas celosamente por los amantes que conquistan sentimientos tras las sombras precisas de un encordado. Récord de no haber roto nunca ninguna raqueta, hazaña de héroe. En tierra batida no lo ha igualado nadie, en esa superficie él es el rey. La tierra roja lo echa hoy de menos en todos los estadios en los que ha jugado.
Momento de dicha e instantes de escalofrío. Los números mandan, los sentimientos vibran. No hay goce descuidado mientras se corre por la pista, no se detiene el otoño en la red ni en el marcador, los colores rojizos del atardecer se funden en la memoria de los tiempos. Tendinitis, rotura de tendón, psoas ilíaco, rodillas…Todas recorrieron ávidas las ramificaciones de su cuerpo. Pero Rafa continúa impertérrito. Los días pasan, los años pasan y benignos o nefastos le hacen sentir una doble forma de interpretar la vida, una manera de vivir en la que siempre estarán los aplausos, los gritos de “vamos Rafa”. Páginas de la historia de este deporte en que uno está siempre frente así mismo antes de enfrentarse al otro. Y de nuevo se hace de día Un día azul, un día mediterráneo que despierta la ciudad dormida. “VAMOS RAFA”.