Me parece bastante bien elegido el eslogan. Este tipo de gastronomía diminuta y variada tiene muchos adeptos y simpatizantes. Afina los paladares y promueve las relaciones sociales más y mejor que cualquier manifestación artística, cultura o religiosa. Es más, no estarían completas ninguna de ellas sin rematarse con el tintineo del vidrio al brindar acompañado del bocado justo y sabroso que constituye un verdadero placer. Nadie se resiste, aun cuando el tiempo atmosférico esté en contra de paseo y el recorrido a pie por los diversos establecimientos adheridos.
Y lo mejor, el bolsillo. Precios competentes que llegan a las economías domésticas sin hacer menoscabo. Todo ello propicia que pueda acudir mucha gente, y lo mejor de cada actividad que se pueda programar es la concurrencia. Cierto que los bares, a diferencia de los políticos, no tienen enemigos y, mientras éstos van camino de tirarse de los pelos, quedarse la mitad calvos y recurrir a una peluca, para disimular la terapia que están sufriendo por aguantar al contrincante. Los bares son amigos entre ellos; su clientela, la gente de paso, turistas, no se les resiste nadie. Por el contrario, conocen el oficio y saben trabajar para que todos vuelvan. No tienen ni idea de lo que son pactos.
Y, aunque conocemos bien la cocina antequerana, estos días se nos pone en bandeja para deleitar una riqueza gastronómica de la que hemos de estar orgullosos, amén de una restauración que suma simpatías y popularidad, y rescata recetas antiguas que el olvido y las prisas diarias han dejado arrinconadas en una vieja libreta.
Cuando todo pasa por internet, el ojeo continuo para conseguir el plato sofisticado que alivie la monotonía, dejamos atrás el papel de caligrafía irregular que aclara las proporciones justas para sacar a cada alimento su riqueza, esas hojas que encierran un valor gastronómico incalculable y es la tan de moda cocina de la abuela a la que deleitamos y aplaudimos. Un hurra por las tapas. ¡ya era hora de que se hablara de otra cosa!