Era una persona de lo más normal de, lo más sencilla. Hábitos francos, vestimenta espontánea y una casa en un extremo de una urbanización familiar. Todo normal. Su trabajo lo alejaba de vez en cuando de su familia un matrimonio casi modélico con dos niños pequeños. Su responsabilidad en un banco le hacía acarrear cada día una cartera de piel en la que se adivinaba la Tablet, el ordenador portátil y todo el papeleo concerniente a sus clientes. Todas las mañanas salía diligente para el centro de la ciudad, una ciudad de costa que presumía de turismo covid y de mascarillas de diseño.
Un coche de gama media salía del garaje y una mano morena casi siempre saludaba con energía a algún vecino madrugador que se ponía en marcha como él. Algunos corredores tempraneros y poco más. Algunos días se le veía con el maletín mencionado y con una maleta trolley de color negro estándar. Los viajes de negocios siempre en su coche. Su encantadora mujer contaba en las reuniones del colegio que a su marido no le gustaba hacerlo ni en avión, ni en tren, estaba cómodo viajando solo rodeado de música de los 90. Así era él.
Los viajes se le iban amontonado en su mesa de trabajo, en el banco, y en su agenda de Vuitton, que era lo único snob que se permitía. Se alejaba cada vez más y algún vecino malintencionado se preguntaba que contenían esos viajes, pero ese mismo vecino cambiaba de opinión cuando a la mañana siguiente de uno de aquellos viajes fue saludado por aquel trabajador de banca con franca camaradería y entusiasmo comedido. “Le debe ir bien” pensó y se sintió un miserable envidioso por sus malos pensamientos, aunque… no, no.
Una mañana los periódico del día, fieles a la información, informaron que ese hombre tímido y afable, había sido detenido en un pueblo de la costa por tráfico de droga y estupefacientes. Y en ese momento todos los vecinos, todos, decidieron que lo conocían profundamente.