Comenzamos a construirlo entre todos, cada uno buscó su acomodo en la estancia que le resultó más plácida, la decoró a su gusto personalizando hasta el más mínimo detalle y le concedió a su imagen social toda la importancia que los dineros pueden dar, que no fue cosa baladí, y nos creímos que la diosa fortuna nos estaba protegiendo y mirando con sus ojos más benévolos. Pero fue un largo sueño, tanto que nos esparcimos por el mundo buscando diversiones y demostrando al resto del planeta nuestra forma de vivir, la alegría para el disfrute, la listeza con la que habíamos escalado puestos codiciados y competitivos que asombraban hasta a los escépticos y, así se fue haciendo más y más grande y profunda la burbuja que nos envolvía y que nadie, aún siendo visible para muchos, se atrevía a pincharla para hacernos volver a la realidad.
Ahora sí estamos bien apretados entre la deuda soberana, que manda más que nadie y nos tiene bien amarrados. Se pasea a gusto entre lo público y lo privado y no deja nada fuera de su influencia. Pasará mucho tiempo en que este país despegue de esa lastra que lleva a sus espaldas y, probablemente tengamos que hacer una reestructuración profunda y diferente en nuestras vidas. Seguro que se impone la cordura y actuaremos con prudencia y modestia, conscientes de que nos hemos pasado cuatro pueblos para vivir en un lujo ficticio y con un nivel tan elevado que nos asombró a nosotros mismos.
Claro que saldremos adelante, pero más aún, tendremos que reinventar otras maneras de vivir con más esfuerzo, sacrificio y austeridad. Es posible que estemos inmersos en un cambio global en la percepción del mundo, en la necesidad de cooperar entre todos para un menor desequilibrio y en los ajustes de unos y otros para que nadie se pase de listo. Y también que nos hará más fuerte y menos crédulos, y, a ser posible pediríamos menos concesiones y cierre de filas a la falta de ética. No se pueden dejar pasar ciertos comportamientos si el autor es un juez de primera página.
