Cuando estoy escribiendo este artículo es el veinticinco de noviembre y se conmemora y recuerda a tantas fallecidas por la violencia de género. Un lastre de la democracia y la sociedad que presumimos avanzada. No tendría que tener fecha en el calendario, porque lo que sucede con tanta frecuencia y de manera tan encolerizada y agresiva tiene que ser siempre noticia de actualidad, y memoria colectiva que vaya dejando huella y generando sentimiento de repulsa.
No basta con reunirse un día ciudadanos e instituciones y evocar nombres, elevando una mirada al cielo como si dentro de él pudiésemos descubrir el rostro de alguien que se ha ido, ni tampoco la publicidad que nos ofrecen los medios contra el maltrato; hay que buscar, arañar en parcelas quizá más íntimas de las sufridoras para que no se vean abocadas a estas dramáticas situaciones. Es seguro que no es nada fácil, pero, probablemente, tampoco imposible. Ayudar a quien le falta decisión, a veces, se convierte en una tarea ardua que no deja avanzar, que da vueltas en ese terreno fangoso y resbaladizo donde las ideas y sentimientos se confunden y entrelazan con tanta fuerza que es casi imposible separarlos y analizarlos con detenimiento.
Cierto que se han puesto muchos medios al alcance de quienes padecen esta situación, pero aumenta año tras año el número de víctimas, y cuando son niños los que pagan por la incomprensión y el odio de los mayores, la respuesta social tiene que ser contundente, sin conceder un mínimo a la duda a la hora de la actuación. Nadie puede disponer de la vida de nadie, esto no es sólo una frase, es un derecho que tenemos todos, y no podemos permitir que se pierda en la sinrazón de quienes quieren ser verdugos de sus parejas.