Sueño. Rescato de la hoguera miles de manuscritos. No sé qué títulos los componen y desconozco quien los leyó y quienes no los leerán nunca. Desaparece ante mí el gran bosque de los personajes. Huyen entre un mar de rosas rojas, de firmas en hojas blancas, de papel verjurado. Sonrío. Los chicos me preguntan si soy famosa. Desde la plaza de la Merced veo alejarse el grupo que ha acudido a mi encuentro deseoso de conocer historias de fantásticos habitantes de libros o traviesos tragasables que cuando menos te lo esperas te hablan en idiomas ignorados.
Oigo. Las campanas de la Catedral dan los cuartos. Llevo conviviendo con ellas mucho más de media vida. Miro hacia arriba. Un cielo azul me da la bienvenida tras la puerta de la sala de conferencias. Reconozco. Los tejados de las casas viejas debajo de los cuales se esconden las mejores palabras de misterio, los ignotos acentos, los monosílabos más inquietantes, las anáforas mástemibles.
Regreso. Vuelvo a encontrarme con rostros desconocidos que tiene doce años. Voces enmudecidas por estrictos pedagogos. Yo solo soy la autora que hablará con ellos, así que siento libre mi mente y mi imaginación. Me siento obligada a indultarlos de preguntas encorsetadas y creamos un ambiente rompedor,abierto. Nos sentamos en el suelo del salón de actos para asombro de los pedagogos, que me miran atónitos.
Recito. Versos que acuden a mis folios acariciando las niñas de mis ojos. Zarandeo mi espíritu y dejo entrever solo un poco de los tristes sonetos, que poco a poco se van transformando en poesías traviesas. Narro. Las posibilidades de la vida son infinitas y por eso las atesoro dentro de los libros. Despierto. La fotografía de rigor para recuerdo del colegio. Accedo. Las caras que hieráticas entraron, salen llenas de vida. Los escritos de sus vidas harán el resto.