Confieso que en los minutos antes de dar una conferencia o charla, o de exponer algún trabajo para nuestra ciudad siempre me pongo muy nervioso y, casi compulsivamente, dirijo mi mirada hacia la primera fila para ver si me honra con su asistencia don Manuel Cascales. Tenerlo allí, sin perder detalle, supone una enorme responsabilidad porque hablar ante quien más sabe es un acto temerario que exige el máximo de los rigores y la más completa pulcritud expositiva.
¡Ojo! ¡Ha venido don Manuel! ¡Tengo que hacerlo bien!, me repito en cuanto aparece. Debo agradecerle que siempre asistió a todo acto en el que he hablado sobre nuestra ciudad. Su presencia honraba la ocasión y, sobre todo, imponía un rigor y una amable seriedad. Debo agradecerle que, pese a que siempre podría haberme corregido y completado, nunca hizo más que felicitarme sinceramente y apoyarme a seguir trabajando por la bella Antequera. Siempre se ofreció para enseñarme más y para explicarme desconocidos episodios de nuestra historia en los que él era, en muchas ocasiones, importantísimo actor. Me alegro de no haber desaprovechado las ocasiones que tuve de llamarle Maestro y agradecerle su trabajo y de indicarle que nuestra ciudad sería bien distinta si el destino no le hubiese traído aquí. Siempre me lo agradeció con una admirable modestia.
Con su desaparición hemos perdido mucha sabiduría –y mucha de nuestra historia– y, por ello, de nuestra esencia. Con su marcha, todos somos un poco menos antequeranos. Planteo, desde esta tribuna, la necesidad de recopilar sus conversaciones, sus apuntes y sus lecciones, ahora que aún las recordamos, en una publicación en la que, al menos, podamos recoger algo de su extrema maestría antes de que se diluya del todo.
No sé cuándo daré mi próxima charla sobre nuestra ciudad. Pero sé que miraré a primera fila y dedicaré el asiento que quede vacío a don Manuel. ¡Ojo! ¡Atento está don Manuel! ¡Tengo que hacerlo bien!, me repetiré en su memoria porque sé que él hará lo posible por escuchar hablar sobre su ciudad. D.E.P.