Días pasados quedo con mi amiga Susana para disfrutar un ratito de su compañía, bastante agradable y necesaria desde muchos años atrás. Hay un sincero cariño y afecto que cuidamos con mimo y contactos regulares. Hablamos de todo, sin coacción ni disimulos, sin temerle a sincerarnos y, por supuesto, sin caer en la preocupación de que alguien ajeno comparta nuestros secretos, no necesitamos pedirnos guardar cualquier deseo, somos tan amigas que sabemos lo que hay que callar, e incluso, chismorrear que a veces hay espacio para ello. Así, que toda simpática como siempre me comenta que se ha comprado unos pantalones, que hacen el tipo monísimo, se pegan al cuerpo como un salchichón a su tripa, y que los hay en varios colores perfectamente combinables.
Y a servidora, que tiene tanto criterio y personalidad que no se deja influir por nadie, le faltó tiempo para acercarse a la tienda a comprarse el pantalón que hacía las piernas tan esbeltas y quitaba al trasero, de lo bien que caían, algunos años. No había mi talla, tardaría dos o tres días en llegar, así que el objeto de deseo iba en aumento. Y llegó el tan deseado estreno, me sentí contenta, no sentaban nada mal y la cinturilla elástica disimulaba los michelines que he acumulado con el paso del tiempo y mi ruptura con cualquier tipo de deporte.
Pero los pantalones encerraban un misterio, al andar se deslizaban, querían tener la libertad de enfundar las carnes prietas y jóvenes, y no ser engaño de maduritas. No querían pegarse a mi piel, mis manos se afanaban en subirlos, con disimulo al principio, pero creo que lo perdí a medida que me dejaba los suspiros y el aturdimiento con quienes me tropezaba en el camino, los tironazos se hicieron tan frecuentes que tuve que sustituirlos antes de lo previsto. Ahora bien, reconozco que son magníficos para las personas con alguna atrofia muscular o artrosis. El ejercicio con las manos está garantizado.