El hombre pequeño quería cruzar al otro lado del mundo. Quería vivir en un lugar grande. Sí, ya sabía que no le pertenecía vivir allí, pero quería comprobar que de vez en cuando las utopías se hacían realidad.
El hombre pequeño llegó a una calle grande, anduvo el inmenso amanecer de una avenida que no tenía límites. Transitó entre grandes coches, grandes anuncios, grandes bancos, que encorvaban sus enormes puertas al gran dinero, o las de restaurantes abiertas e impregnadas de olor a caviar, langosta y vinos espumosos, que pugnaban por salir de sus vidriosas botellas a cualquier precio.
Comprobó que todo le venía grande. La acera, los semáforos, la justicia aplicada sin miramiento y mangas anchas para los grandes, o la política ensartada en picas de oro macizo bañadas en sudor de hombres como él. No le gustaron las grandes órdenes escuchadas al pasar, las burlas grandes y grotescas de las que era objeto y decidió volver.
Pero el asunto era que el hombre pequeño no sabía cómo hacerlo. No le bastaría deshacer el camino. Su compromiso duraría 24 horas. Así lo había pactado consigo mismo y ya se sabe que ser fiel uno mismo es lo más difícil que existe.
– Se te ve perdido –le dijo al hombre pequeño.
– Pues adelante, pero ten en cuenta que los grandes poderes no tienen las ideas más trasparentes, por el contrario, en ellos, a veces habitan pensamientos opacos.