Después de sobrevivir a la tentación de escribir sobre las zanahorias de Montoro para pensionistas y empleados públicos y renunciar a la fantástica exposición sobre el máster de Cristina Cifuentes, elijo escribir sobre Lisboa y mi reciente viaje a esta urbe. Pocos días, pero intensos y siempre con la estela que en mí deja esta ciudad lusa.
Como diría Pessoa, “incluso en los días nublados se puede sentir el sonido e la luz”, Lisboa es una ciudad de paseantes, de románticos empedernidos o soñadores como yo. Hacía unos ocho años que no visitaba Lisboa, y llevaba en mi maleta las recomendaciones de los amigos que me contaban que había cambiado mucho. Realmente no sé si quiero que los lugares que amo cambien demasiado, porque vuelvo pensando en tal o cual rincón, llámese restaurante, plaza, hotel… Sea como fuere, ha sido una escapada de lujo.
Lisboa siempre tiene una dicotomía entre clasicismo y modernidad. La mezcla de ambas, si eres capaz de verla, la hace muy especial. La tradicional decadencia lisboeta es parte de su encanto. No sé si puedo adjetivar como “cool” los bares y cafeterías del Barrio Alto, pero sí que tiene un guiño chispeante a la gente joven. Me he dado una buena dosis de hablar en inglés, aunque parezca que los portugueses tienen el deber de saber español.
Subir al castillo de San Jorge me devuelve al fado que mi corazón canta. Pequeñas terrazas para sentarse a saborear un garoto o gozar de un dulce de Belén. Hay rincones por esas calles en las que no ha pasado el tiempo y observas imágenes que mi mente de reproducen en blanco y negro. Los tranvías ponen la nota de color en un día nublado. Suben y bajan abriéndose camino en el paisaje urbano. Tendré que volver pronto para no perder de vista todo lo que suceda en Lisboa.