¿Qué nos queda por soñar? Todo, diría yo, en este mundo confuso e exhibicionista de las miserias humanas elevadas a la estupidez. Salir de la rutina de cuatro paredes enmarcadas por un arco rectangular en forma de pantalla de televisión o teléfono. Escapar de la tiranía de las fakenews y de los platos recalentados de las cocinas virtuales. Dejar correr las lágrimas que, como ríos de tinta escriben las historias y las recrean con portadas a color de una existencia fantástica, un thriller, extraordinario o un drama de sábanas blancas.
Malditas historias que envuelven a una reina en cortinas rojas que pasean sin saberlo por los jardines oscuros de las sonrisas malévolas de los escritores o escritoras, que leen y luego escriben, que viven y luego cuentan, que lloran y luego consuelan que inventan y luego existen. Los libros no tiene silencios, los libros y sus palabras se bañan en los huecos de los mensajes y se dejan asaltar por las orillas de las victorias de sintaxis u ortografías, de perífrasis o lenguaje coloquial.
Sílabas que componen melodías y párrafos encadenados. Un sinfín de huidas en un día en el que el libro celebra su aniversario, en que la lectura se recuerda como algo extraordinario, en el que los ejemplares se adquieren en algunos puestos callejeros rodeados de las espinas de una rosa roja. Decisiones de papel.
Lucha contra el tiempo del olvido, del final de capítulo, del final de su existencia, de la desaparición de las verdades imaginadas, de las tramas compuestas. No siempre ensayo los trozos de vidas, cuando consigo leer a los sabios de la vida escrita, adquiero la visión de lo que se alza ante mí dibujado en personajes y sus caminos. Busco siempre espacio y tiempo, pienso con intensidad la vida de las palabras y ellas me devuelven continuamente la luz de la razón.