En su reciente discurso ante el Parlamento Europeo, el Papa Francisco ha abogado por la defensa de la dignidad del hombre, que trasciende las leyes ciegas de la economía. No se debe gestionar Europa, ha dicho a los políticos, perdiendo de vista la sacralidad de la persona. ¿Qué otra cosa iba a decir? Pues eso. Pero este mensaje, tan al margen de los lógicos intereses de mercado no es, literalmente, de este mundo.
Este mundo y su ideología, estaba ya diseñado al final del S. XVII cuando el contrapeso de poderes dejaba a salvo la iniciativa de la libertad individual. “Las leyes están para que se cumplan los contratos”, venía a decir el inglés John Locke (Ensayo sobre el gobierno civil) medio siglo antes que los ilustrados franceses. El contrato social que los ciudadanos libres se otorgan, mantiene un ajuste fino de egoísmos a salvo de las leyes de la selva. Este era su espíritu, una vez superados los despotismos: la defensa de la libertad individual. Y, como garantes de ella: el notario, el juez, y, la cárcel.
La palma del disparate la tiene el alucinante relato de esa especie de cachondo mental que era el hijo pródigo (Lucas 15): el arrebato anárquico de su padre cambió el testamento en unos términos que volverían loco al notario y enfermo de resentimiento al tonto de su hermano. Éste, que jamás se había corrido una juerga con los amigos, ignoraba también la locura de un padre.