La Palabra nos hace un sencillo resumen de los grandes misterios de nuestra fe
Para muchas personas la fiesta de la Ascensión puede resultar muy difícil de creer y entender. Pienso que nos gustaría más que Jesús después de su resurrección se hubiera quedado para siempre visible entre nosotros. Seguro que nos hubiese facilitado nuestra débil fe. La Ascensión de Jesús no es una ascensión local, no es pasar de un espacio a otro. Es una intensificación de la presencia del Señor en nuestra realidad que no nos abandona ni después de resucitado.
Hoy la Palabra nos hace como un sencillo resumen de los grandes misterios de nuestra fe. Nos enuncia que el Mesías tenía que morir, que resucitaría al tercer día y que en su nombre hay que anunciar a todas las naciones que se conviertan a Dios. Nunca en tan pocas líneas se dijo tanto.
Muerte y resurrección consiguieron el perdón de los pecados. Jesús nombra “testigos” a sus amigos. La evangelización auténtica no es otra cosa que escuchar y ver a los testigos de Jesús, aquellos que pueden palpar hoy su presencia viva y vivificante en sus vidas. Nuestras comunidades pueden funcionar más o menos bien, pero sólo los testigos son capaces de interrogar con su vida a los demás para, desde ahí, acercarlos más a Dios.
Los teóricos sobre Dios nunca han evangelizado. El Resucitado asciende desde el Monte de los Olivos cercano a Betania. Allí estaba el huerto donde comenzó su agonía y comenzaron sus padecimientos. Nunca debemos de olvidarnos que el camino de la resurrección siempre pasa por el dolor y la muerte previa.
Los discípulos no le vieron salir del sepulcro porque la resurrección podía probarse mediante la evidencia de contemplarlo vivo después de su muerte, pero tuvieron la experiencia de verlo ascender a los cielos. Se marchó bendiciéndolos. No se marchó enfadado por las traiciones y sus miedos sino con amor y dejándoles su bendición. “Mientras los bendecía se apartó de ellos y fue llevado al cielo”. Comenzó a bendecirles estando todavía en la tierra, y así continuó bendiciéndoles hasta su entrada en el cielo. Dios nunca pone fin a sus bendiciones sobre nosotros. En la escena no aparecen ni carros ni caballos de fuego, como los que se llevaron a Elías. Jesús conoce bien el camino del cielo.
Los discípulos después de adorarle se volvieron a Jerusalén muy contentos porque sabían que Jesús resucitado les abría el camino para la eternidad. Mirar la ascensión así es encontrarnos con Dios de manera cercana: Él está conmigo en el camino de la vida para mostrarme cuál es el sendero que me lleva definitivamente y por toda la eternidad a estar en su presencia. Me deja ver su muerte, me hace que experimente su resurrección y me enseña mi último punto de llegada: el cielo. Esto es lo que supone la Ascensión, esto es lo que celebramos hoy.
La presencia de Dios está hoy en los acontecimientos, la Palabra, los sacramentos, en la Iglesia, en la comunidad, en los más pobres y débiles, en sus discípulos… Jesús no huyó a los cielos para desentenderse del ser humano, Jesús sencillamente había cumplido el proyecto de Dios y nos dejó el legado de continuarlo a nosotros. ¡Manos a la obra!, es nuestro tiempo, tiempo de trabajar por la causa de Dios.
padre carmelita Antonio Jiménez