La hermana puso la llave en el torno y lo hizo girar. La madre recogió la llave y pasó con su pequeña al locutorio. Cuando la niña vio a las monjas tras las rejas, sorprendida, exclamó: “¿Mamá, qué han hecho para estar en la cárcel?”. Sor Teresita contempló a la pequeña y dijo: “Mónica, voy a intentar explicarte por qué estamos aquí. ¿Tú diste algo tuyo a una compañera?”. “Sí”, respondió la niña. “¿Y, alguna vez, no te sucedió que después te entraron ganas de quitárselo?”.
La cría abrió los ojos y asintió en silencio. Sor Teresita añadió: “Nosotras, un día le dimos nuestras vidas al Señor, y le dijimos que queríamos encerrarnos para estar rezando siempre por los niños, por los jóvenes y por todos. Pero para que no se nos olvidase esta promesa, se nos ocurrió poner las rejas. Y desde entonces, estas rejas nos recuerdan que tenemos que amar al Señor y rezar por todas las personas”. “¿Y ya no se pueden abrir?”, preguntó la pequeña. “Sí, se pueden abrir. Mira, las voy a abrir para darte un beso.” Sor Teresita sacó una llave y abrió las rejas, se acercó a Mónica y la abrazó.
Al concluir la visita la religiosa cerró las rejas. Y cuando madre e hija se dirigían hacia la puerta, la niña se volvió aprisa, se acercó a las rejas, las besó y sonrió a las monjas.
“La verdad es el alma del misterio”, dijo Sor Clara mientras la pequeña se alejaba.