Nos encontramos en el primer domingo de Cuaresma. Muchos de nosotros ya hemos comenzado a vivir este tiempo celebrando el miércoles pasado, el rito penitencial de la imposición de la ceniza.
Este tiempo tan particular es un tiempo “para”. Al igual que el Adviento, la Cuaresma es tiempo de preparación para algo grande posterior. Cuarenta días en los que la Iglesia nos invita a “sacudirnos” el polvo del camino para llegar lo mejor preparados a la Pascua. Y lo hace invitándonos a la oración, el ayuno y la limosna, como el Papa Francisco nos recuerda en el Mensaje para esta Cuaresma.
Este año, según dispone la liturgia, consideramos el Evangelio de Marcos. Este evangelista nos muestra de manera más sucinta que otros, los días que nuestro Señor pasó en el desierto. Sólo indica que Jesús fue al desierto empujado por el Espíritu y que se dejó tentar por Satanás. Otros años tenemos la oportunidad de considerar las tentaciones de manera más concreta.
Consideremos la primera frase de la escena: En aquel tiempo, el Espíritu empujó a Jesús al desierto. Una llamada que el Espíritu sigue haciéndonos a todos nosotros en cada una de las circunstancias personales en las que nos encontramos.
Cierto que la llamada al desierto ha sido acogida de manera directa a lo largo de los siglos por monjes y eremitas. Una vocación específica, en la que Dios llama al individuo a la contemplación en solitario. La Iglesia siempre necesitará del ejemplo y la oración de esas personas para seguir realizando su misión en el mundo.
Pero a la inmensa mayoría de los cristianos, Dios nos llama a seguir en medio de este mundo, que tantas veces parece que se aparta a pasos agigantados de Él. Y nos llama, nos empuja, al desierto. El desierto del necesario silencio interior para escuchar sus palabras; para “desintoxicarnos” de tanto activismo que nos impide dedicar unos minutos diarios a cuidar el alma. Quizá en ese esfuerzo podemos encontrar el ayuno al que nos invita la Iglesia. Hoy el alma necesita de “espacios de silencio”, para los cuales tenemos que “ayunar” de tanto ruido exterior.
Prueba a recortar unos minutos en algún momento del día el tiempo de música; prueba a apagar la televisión durante la comida con tu familia; a poner el teléfono en modo “aeropuerto” (como decía un personaje de una película que no era muy ducho en las tecnologías) durante el rato que tienes para estar con tus seres queridos… y así estarás ayunando de esas “esclavitudes” del siglo presente.
Y verás como esos huecos que se vaciaron de ruido se llenan de Dios. Y así tenemos la oración: nos convencemos que puede haber un momento, un ratito, al día para abrir el Evangelio por la escena que nos propone la Iglesia para la Misa de ese día y nos la imaginamos metiéndonos como uno más de los que ahí están.
Y por último, la limosna: No sólo la materialidad de dar un dinero, sino también la limosna de tu tiempo, de tu ayuda a los demás… de las obras de misericordia en definitiva. La Iglesia siempre estará necesitada de nuestra ayuda económica, pero también de nuestra asistencia personal, recortando tiempo de nuestro ocio o descanso para ayudarla en sus necesidades.
Somos la familia de los bautizados, hijos de Dios. Tenemos el mismo Padre, y entre hermanos nos tenemos que ayudar. El domingo pasado fue la Jornada Mundial del Enfermo. Pidamos al Señor por ellos, ya sean parientes, conocidos o no conocidos, y consideremos qué más puedo hacer personalmente.
Por todo lo considerado, si no existiera el tiempo de Cuaresma, nos lo tendríamos que inventar. ¿Cómo llegaríamos a la celebración de los misterios centrales de nuestra fe (Pasión, Muerte y Resurrección de nuestro Señor) si no tuviéramos este tiempo de preparación? Pienso que pasaríamos casi de largo, como el agua sobre las piedras. Estaríamos tan metidos en nosotros mismos como esos personajes que se cruzan con Jesús pero siguen pensando en sí mismo, como el joven rico, tantos fariseos y escribas…
padre Mariano Amores