Suelo aconsejar que cada uno tenga algunas páginas de la Sagrada Escritura que sean especialmente suyas. Páginas a las que acudir, porque siempre resultan luminosas. Y confieso que la escena de la visitación, que acabamos de proclamar, es para mi una de esas páginas.
Cuando María recibe a Gabriel con el mensaje del cielo, inicia una doble peregrinación: hacia el Misterio de Dios que se ha hecho presente en su vida, y hacia el asombro de ser madre. Y en esa situación, no se encierra en sí misma, sino que sale. Y sale “a prisa,” dice San Lucas, como si deseara ponerse cuanto antes al servicio del evangelio que lleva en sus entrañas. Y va a la Montaña, para ayudar a su prima que estaba de seis meses.
Fue a prisa, hermanos, porque la ayuda a los demás no se debe dejar para después. Imaginaos la escena. Sucedió en las montañas de Judea. Allí, dos comadres frente a frente: una mayor y joven la otra, las dos embarazadas y atentas a la maternidad, las dos primerizas. Isabel dando cumplimiento al Antiguo Testamento, y María portando la obertura del Nuevo Testamento y la historia de la Iglesia. El sí de María fue la primera palabra de la Iglesia a Dios.
Por esto, en Isabel se hizo presente la promesa de Dios, y en María se hizo presente el Verbo de Dios. Las dos preñadas de la Palabra de Dios. Ay, hermanos, siempre que nos acercamos a la Sagrada Escritura: la leamos, escuchemos, recemos o contemplemos, tendríamos que ser como María e Isabel, expectantes primerizos en quienes se quiere encarnar la Palabra del Señor. Siempre recibiéndola con temor y temblor, porque la Palabra siempre es nueva.
Y cuando las dos se ven frente a frente, dice Lucas: “se llenó Isabel del Espíritu Santo.” Se llenó del amor de Dios, del fuego de Dios, del Espíritu de Dios, que había engendrado a Jesús en María.
Y es que cuando nos acercamos al evangelio y lo recibimos como Palabra del Señor, el Espíritu Santo quiere iluminarnos. Y el Espíritu inspiró a Isabel, quien dijo a voz en grito: “¡Bendita tú y bendito el fruto de tu vientre!” Bendita, dichosa tú, María. “En cuanto tu saludo llegó a mis oídos, la criatura saltó de alegría en mi seno”.
Dichosa tú, pues gracias a ti encontramos al Salvador. Gracias a ti, nos alcanza la alegría. Tú eres la causa de la verdadera alegría. Y por eso, recibir la Palabra que portas en tu seno, es entrar en la corriente de tú alegría. “¡Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá!”.
Dichosa tú y dichosos nosotros que podemos contemplar a María e Isabel, en las que se cumple la Palabra de Dios. Dichosos nosotros, deberíamos saltar de alegría, pues ¿quiénes somos, para que nos ame la madre del Señor? Dichosos nosotros, porque creemos.