· Primera lectura: 1º Reyes 19, 9a. 11-13a.
· Salmo responsorial: Salmo 84, ‘Muéstranos Señor, tu Misericordia y danos tu salvación’.
· Segunda lectura: Romanos 9, 1-5.
· Evangelio: Mateo 14, 22-33.
La muerte de Juan el Bautista a manos del rey Herodes provoca la primera crisis en el grupo de los discípulos y en el propio Jesús. Todos escuchaban con respeto al Bautista. Unos le temían, otros le admiraban, pero a ninguno dejaba indiferente, como nos muestra el Evangelio y la relación que tuvo con el Señor.
Esa circunstancia hace que Jesús y los suyos vuelvan a Galilea, a su tierra, buscando un lugar más tranquilo y sobre todo, más seguro. Pero no para esconderse, sino para seguir adelante con su tarea de anunciar a todos el Reino de su Padre del Cielo.
Y no sólo con palabras, sino con gestos tan “elocuentes” como la multiplicación de los panes y los peces que realiza en las orillas del lago con la multitud que se había acercado a escuchar su predicación. No solo les llenó el corazón con el amor de Dios sino también el estómago con el pan “partido y compartido”.
Pero al Maestro no le puede la fama. Quería proclamarlo rey la muchedumbre satisfecha, pues les había dado de comer multiplicando el pan. Ante eso, él prefiere volver su rostro al Padre, buscar la tranquilidad de la oración en un lugar sosegado. Y antes de retirarse a orar, les pidió a sus discípulos que se adelantaran en el camino hacia la otra orilla, que por allí iba a continuar su misión.
Esto va a dar pie a la escena que nos presenta el Evangelio, una escena donde la fe y la confianza en el Señor entran en juego. Los discípulos, hombres de la mar, ponen su proa en dirección a la otra orilla. Y como ocurre frecuentemente en el mar de Galilea, de pronto el viento contrario desató una importante marejada, que les impedía avanzar.
Pero lo que asustó a aquellos rudos “lobos de mar” no fueron las grandes olas golpeando en la barca sino que en medio del mar aparece una figura, a la que no reconocen en principio y que los llena de miedo, pues les parece que es un fantasma.
Pero a los gritos de miedo y estupor de ellos les responde la voz familiar y cariñosa de Jesús diciéndoles: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!». No hace falta pensar mucho para ver que no les resultó fácil a los discípulos el creer lo que oían. ¿Cómo va a ser el Señor? Nadie puede andar sobre el agua…
Y como casi siempre, es Pedro quien da un paso adelante para afrontar la situación: Si eres tú, mándame ir hacia a ti andando sobre el agua. Una locura. Pero en la fe, esto tiene un papel importante, el “romper” la razón, lo lógico para poder abrirse en plenitud al Señor. Él único que puede llenar nuestra vida.
Vente, le dice Jesús, y a la invitación de Jesús responde Pedro saltando de la barca y dirigiéndose a él. Pero como ocurre tantas veces, sólo con nuestras fuerzas no podemos avanzar. Nos entran las dudas, los miedos. Y hasta la tierra más firme se diluye bajo nuestros pies hundiéndonos sin remedio.
Ojalá nuestra reacción sea la de Pedro: Señor, que me hundo, sálvame. Sé mi luz. Sé mi fuerza. Normalmente somos hombres y mujeres de poca fe. Y por eso necesitamos sentirnos sujetos con fuerza por la mano del Maestro.
Porque encontrarse con el Señor es un hecho, que al hombre o la mujer que tiene la suerte de ocurrirle, le cambia la vida para siempre. Lo hace una persona nueva. Nos hace nuevas personas.
Del agradecimiento del corazón nace la alabanza. O en el caso de este evangelio, la confesión de fe en el Hijo de Dios: Señor, yo creo en ti, pero aumenta mi fe. Qué buena jaculatoria para estos próximos días. Buen domingo para todos. Qué Dios os bendiga.
padre Juan Manuel Ortiz Palomo