Segundo del Tiempo Ordinario (Ciclo B). Tras las fiestas de Navidad, este fin de semana volvemos al ritmo de la celebración dominical del Tiempo Ordinario. Cada semana, la Iglesia se reúne a celebrar el día del Señor, la Pascua semanal. Y la liturgia, para esta vuelta a la normalidad nos presenta un tema muy importante para la vida cristiana: la vocación, la llamada de Dios a seguirlo con toda nuestra vida.
Tanto la primera lectura como el evangelio de hoy nos hablan de una llamada de Dios que cambia para siempre la existencia de quien la recibe. Así ocurre con el pequeño Samuel casi en un sueño y con los primeros discípulos, cuando reciben la invitación directa del Señor a seguirlo.
Dios conoce el corazón de las personas porque su mirada es mucho más profunda que nuestra mirada superficial, que no suele pasar de las meras «apariencias». Así descubre el trasfondo verdadero de aquellas personas, como, por otro lado, le gustaría hacer con todos nosotros. Porque en el fondo descubrir la llamada y seguir la vocación de cada uno es, humildemente, intentar vivir de y para Dios. Y desde Él, para todos nuestros hermanos. Y debemos recordar que ese es el verdadero sentido de la vida de cada cristiano.
Al fijarnos en la llamada del Señor a los primeros discípulos vemos como es un texto breve pero rico en detalles. Lo primero es que Andrés y Juan, los primeros discípulos invitados por Jesús a unirse a su proyecto, eran ya seguidores del Bautista, y así participaban de la espera del Mesías, de la expectativa que tenían muchos en Israel, esperando la llegada del Salvador.
Juan Bautista invitaba a cambiar de vida, a convertirse, a dejar atrás el pecado. Pero también había dicho que él no era el que tenía que venir. De ahí su confesión: «Este es el Cordero de Dios», el que tenía que venir. En el fondo, es una invitación para que Andrés y Juan se vayan a conocerlo. Llevados por la curiosidad se van con él, quieren conocer a aquel hombre del que el Bautista tanto les había hablado.
No sabemos mucho de lo que hicieron en aquella primera tarde que pasaron juntos. Aunque como ocurre con todos los momentos importantes de la vida, por mucho tiempo que pase, lo recordamos como si nos estuviera ocurriendo ahora mismo.
Es lo que pasa con este texto. Muchas décadas habían pasado cuando Juan Evangelista lo escribe en su evangelio. Pero el que fue a la hora décima, a nuestra cuatro de la tarde, señala cuanto vivía aún en su corazón el recuerdo de aquel primer encuentro con el Señor que le cambió su vida para siempre. A ellos y a quienes quisieron escucharlos.
Como Simón, el hermano de Andrés, nuestro querido Pedro. Andrés va corriendo a decírselo. Pero a este no le bastó con escucharlo, sino que quiso comprobarlo en primera persona. Y eso le cambió el nombre y la vida. Simón será desde entonces Pedro, y su vida sólo tendrá sentido desde entonces tras los pasos del Maestro. En muchas ocasiones el Evangelio nos hablará de ello. Y detrás de todas sus acciones, hasta de su traición, siempre estará su gran amor por Jesús. Desde que lo conoció, Jesús y su Buena Noticia será el único sentido de la vida de Pedro.
Y yo me pregunto si nosotros hemos escuchado su voz, si hemos descubierto nuestra vocación, ese camino de felicidad y plenitud que Dios quiere ofrecernos. Es uno de los trabajos siempre pendientes en la Iglesia y de los que formamos parte de ella. Y esto desde un convencimiento profundo: El Señor sigue llamando cada día.
Aunque parece que cada vez es más difícil oír su voz. Demasiados ruidos nos distraen, tapan ese susurro divino. Esperemos que entre todos facilitemos la «primavera vocacional» que el mundo y la Iglesia necesitan hoy. Feliz día del Señor a todos.
