Queridos hermanos, con este domingo volvemos a la celebración del Tiempo Ordinario. En nuestra fe como en nuestra vida la mayoría de los momentos no tienen ninguna celebración especial. Aunque si nos paramos un momento, igual caemos en la cuenta de que no hay celebración más grande que la de poder abrir los ojos cada mañana al regalo de un nuevo día.
El evangelio de hoy es continuación del texto del bautismo del Señor que escuchábamos el domingo pasado. Lo que se hizo con los gestos y las palabras del Padre y la revelación del Espíritu Santo, hoy se confirma con el testimonio y la palabra del propio Juan Bautista.
Él es quien lo confirma como el “esperado”, como aquel que tenía que venir a traer el bautismo definitivo, como aquel sobre quien vio bajar el Espíritu y posarse sobre él, ese es el que ha de bautizar con Espíritu Santo.
En el tiempo de Navidad hemos contemplado como Dios se había encarnado. Y su “hacerse hombre” hasta el final va a empezar a tener consecuencias concretas. Podemos intentar decirlo con las palabras del Bautista: “ese es el Hijo de Dios que estábamos esperando”.
O como hemos escuchado que anunciaba el profeta Isaías: “es el que iba a ser hecho luz de las naciones, para que la salvación de Dios alcance hasta los confines de la tierra”. Y a esa tarea va a consagrar el Señor toda su vida pública, todo su ministerio.
Desde hoy lo vamos a acompañar cada domingo por los caminos de Galilea y de Judea, siendo testigos de su predicación, pero sobre todo de sus obras, de sus milagros, que siempre es su mejor carta de presentación durante esos años de predicación, antes de su pasión y de su muerte en la cruz.
Juan dio testimonio de aquel que vino a recibir el bautismo, el Hijo de Dios. Pero, y nosotros ¿cómo vivimos nuestra vocación bautismal? Sabemos que nuestro bautismo es mucho más que un baño de purificación como ocurría con el bautista.
Este sacramento es el que nos permite nacer a la nueva vida que Dios nos ofrece. Dios nos quiere con locura, nos llama desde ese bautismo a que realicemos en nuestra existencia todo lo que supone ser hijos de Dios: abrir nuestra vida a Su amor en nuestros hermanos.
De esa necesidad nos nace otra pregunta: ¿somos capaces de dar testimonio de Jesucristo, ese Hijo de Dios que tanto nos quiere? Parte de la crisis religiosa que vivimos actualmente tiene su origen en la falta de “testigos” creíbles del Evangelio en medio de nuestra sociedad, donde cada vez más gente cree que Dios no pinta nada en su vida, que es poco más que una ilusión o una cosa de niños.
Aunque al mismo tiempo ocurre que las personas de hoy están hartas de escuchar predicadores, porque “las palabras se las lleva el viento” como dice el refrán. Por eso, sólo desde el testimonio de vida podremos esperar que la buena noticia del Evangelio realmente lo sea para todos, y así pueda abrirse paso en el corazón de nuestros hermanos.
Porque sólo si los demás ven de verdad en nosotros, la felicidad que nace del amor que Dios pone en nuestra vida, podremos esperar que puedan preguntarse si ellos también pueden ser amados así. Pongámonos manos a la obra, pues eso solo depende de nosotros, de ser fieles a nuestra vocación bautismal.
Buen domingo y mejor semana para todos. Qué Dios os bendiga.