El cristianismo significó para el mundo cansado y viejo de la antigüedad una auténtica explosión de alegría. Y esto se consiguió -y también se consigue hoy en día- con la fe. Si se sigue la luz de la fe brota en nuestra vida una paz que no puede dar ninguna cosa del mundo. Benedicto XVI señalaba en una de sus audiencias: “La vida es vivida muchas veces a la ligera, sin ideas claras y esperanzas sólidas. Especialmente las nuevas generaciones no son educadas para la búsqueda de la verdad y del sentido profundo de la existencia. Tenemos que volver a Dios, al Dios de Jesús, tenemos que volver a descubrir el Evangelio, para que entre de manera profunda en nuestras conciencias, en nuestra vida diaria».
Los que creemos en Dios hacemos un acto de fe. Y sobre esa fe edificamos nuestra existencia. Los que no creen en Dios están haciendo, igualmente, un acto de fe: creen que no existe. No saben, simplemente creen. Y sobre esa fe cimientan su vida en la tierra. Se podría decir que el hombre está “condenado” a creer. Puede escoger lo que quiera creer. Pero no puede escoger entre creer o no creer. Es razonable, estimulante y hermoso creer que Dios existe y que nos ama. Dios es mucho mejor de lo que podamos pensar. No creemos que lo que Jesús ha dicho sea verdad. No creemos en todas las cosas maravillosas del Evangelio, no nos parecen del todo ciertas.
La fe no viene a empequeñecer las aspiraciones nobles que hay en el corazón humano. Viene a elevarlas y engrandecerlas. La vida a la luz de la fe resulta apasionante. Las cosas más corrientes y ordinarias adquieren relieve de eternidad, grandeza de infinitud. Preguntaban a un niño, de unos siete años:
– ¿Tú, te portas bien?
– Si, responde el pequeño.
– ¿Y por qué te portas bien?
– Para ir al Cielo.
– ¿Y qué es el Cielo?
– El Cielo es… Dios por dentro.
Dios por dentro. El Cielo es sentirse rodeado del Amor, inmersos en el Amor, que es Dios. El amor humano no es más que una pequeña chispa del Amor. Y, sin embargo, cambia la vida. ¡Qué será cuando todo el amor infinito de Dios se vuelque en nuestro corazón! Vivir nuestra vida de cada día en esa órbita del amor de Dios, saberse queridos hasta la locura por El, es un anticipo del Cielo. Y eso debe ser la vida de cada cristiano ya en la tierra.
Quien vive de fe, habitualmente disfruta de la claridad que le da Dios, y se goza en la contemplación de esa luz. Y se afrontan los sucesos cotidianos sabiendo que hay un algo santo, divino, escondido en las situaciones más comunes, que toca a cada uno de nosotros descubrir. Para creer hay que querer creer. Si no se quiere creer, no se cree. Y esto es compatible con que la fe es un don de Dios.
Es un buscar a Dios mismo. Ver a Dios en todas las cosas. Saberse contemplado por Dios a todas horas. Convencerse de que Dios está junto a nosotros de continuo. Ver las cosas como las ve Dios… en la medida en que esto es posible y Dios lo concede. Entonces es cuando podemos decirle a Dios: Tomad, Señor, y recibid mi libertad, mi memoria, mi entendimiento, y toda mi voluntad, todo mi haber y mi poseer. Vos me lo disteis, a Vos, Señor, lo torno. Todo es vuestro. Disponed de ello conforme a Vuestra Voluntad. Dadme vuestro Amor y Gracia, que éstas me bastan.
No contemplar nada sólo con los ojos de la cara. No mirar con la nariz pegada al muro porque entonces no veremos más que un poco de tierra. Alzar la cabeza y descubrir el cielo, que nos espera para toda la eternidad. Saberse amado por Dios lleva a pasar del activismo a la serenidad, de la rebeldía a la confianza, del conflicto interior a la unidad, de la complicación a la sencillez interior, de la soledad a la Presencia de Dios.
Hace pocos días el Papa Francisco nos confiaba: “La vida es para jugarla, no para ganarla. La vida es para darla. Si alguno siente que Dios le pide dar la vida que no tenga miedo. Hay que apostar a cosas grandes. No en cosas pequeñas.
“Jesús es muy bueno. Jesús nos quiere. Dios nos ama. Dios nos espera siempre. Dios no se cansa de perdonarnos. Sólo nos pide que seamos humildes y pidamos perdón, para poder seguir adelante. Dios nos hizo para que seamos felices. Dios nos acompaña. “Cuando pasamos momentos de dolor, Él los pasó primero. Y nos comprende de corazón. Pido al Señor que Dios los bendiga mucho, les dé el coraje de no dejarse robar la esperanza y sobre todo les dé una caricia y los haga sonreír”.
Ver las cosas, las personas y la vida entera con los ojos de Dios nos da paz. ¡Que yo vea con tus ojos Cristo mío, Jesús de mi alma! Todo depende de en qué Dios creemos…
padre José María Valero