· Primera lectura:
Hechos 9, 26-31
· Salmo responsorial:
Salmos, 21. “El Señor es mi alabanza en la gran asamblea”.
· Segunda lectura:
Primera Juan 3, 18-24.
· Evangelio: Evangelio: Juan 15, 1-8.
Hace justo un mes celebrábamos el Jueves Santo. Es cierto que en el día a día parece que ha pasado mucho tiempo desde entonces, aunque como os digo, un mes es lo que nos separa de aquella cena tan especial, de la Ultima Cena de Jesús con sus discípulos en el Cenáculo, de la noche en que les entrega el tesoro más grande de la Iglesia: su Cuerpo y su Sangre, la presencia del propio Señor en nuestras vidas.
Ese día leíamos en el evangelio el relato del Lavatorio de los pies que Jesús realiza a sus discípulos al final de aquella cena. Pues en ese mismo contexto, san Juan evangelista coloca los llamados discursos de despedida, la conversación que Jesús tiene con aquellos sus compañeros más cercanos. Son una serie de enseñanzas que quedaron grabadas a fuego en el corazón de los discípulos, sobre todo por los acontecimientos de los días siguientes, por la muerte y la resurrección del Maestro.
Pues entre esas enseñanzas está el texto del evangelio de este último domingo de abril. De nuevo Jesús nos habla en parábolas. Es su manera más frecuente de dirigirse a quienes lo escuchaban. Un modo sencillo que le aseguraba que lo entendieran, se garantizaba que el mensaje les llegaba, que de verdad entendían sus discípulos lo que les quería enseñar.
Para hacerlo vuelve a recurrir a las «cosas del campo», que diría nuestro insigne paisano, el poeta Muñoz Rojas en su magnífica obra, esa que parece ofrecernos a los viandantes cuando pasamos por la plaza de San Sebastián desde su flamante estatua.
Quien ha trabajado con las viñas, conoce la evolución de esta planta. Si es apenas un tronco retorcido y seco durante el invierno, cuando parece muerta ante la presencia del frío, hasta llenarse de vida en la primavera, con los sarmientos que brotan de la cepa. Se llena primero de hojas verdes y luego del rico fruto, de esa uva de donde saldrá el vino que alegrará nuestras mesas, nuestra vida.
Ese ejemplo, esa manera de vivir de los sarmientos unidos a la vid le sirve a Jesús para recordarnos donde está, o donde debería estar radicada nuestra vida. Si vivimos radicados en Dios, si Él es la fuente de todo lo que hacemos, tendremos vida en nosotros. Si no es así, nos arriesgamos a que todo lo que hagamos sea en vano, y como el sarmiento arrancado de la vid, nuestra única utilidad sea la de secarnos para servir de combustible al fuego.
«Yo soy la vid verdadera» es la afirmación central de este pasaje. El Señor Jesús es ya la verdadera vid, la única que da fruto. Tal afirmación debe escucharse a la luz de la experiencia de la Pascua, alumbrada con la fe en la resurrección del Señor. Jesús vive, y nos da la savia que mantiene nuestra vitalidad, quien mantiene unidos a los sarmientos para que puedan dar mucho fruto. ¿Cuál? El que todo el mundo pueda conocer la salvación, esa que nace del árbol de la cruz. Para ello contamos con la promesa de que no estamos solos, de que el propio Jesús nos acompaña, para ello cada día, hasta el fin de la historia.
Esa es su promesa y es nuestra gran esperanza: no estamos solos en el camino de la vida. Si nos mantenemos unidos a Él podremos pensar en que las cosas podrán cambiar como Él quiere. Sin grandes cosas, sin grandes ruidos, pero con la seguridad que nace de la fe, como la levadura fermenta la masa y permite que ese pan alimente nuestro caminar. Ojalá seamos capaces de poner de nuestra parte para que sea así.
¡Feliz fin de semana y que Dios os bendiga!