· Primera lectura: Isaías 42, 1-4. 6-7.
· Salmo responsorial: Salmos 28, El Señor bendice a su pueblo con la Paz.
· Segunda lectura: Hechos 10, 34-38.
· Evangelio: Mateo 3, 13-17.
Aún resuenan los cantos navideños en nuestros oídos y en nuestros corazones, todavía están por medio los regalos de los magos de Oriente, o estamos preparando hoy las cosas para la vuelta a la rutina, cuando, siguiendo el relato de los libros de los evangelios, pasamos página de la infancia de Jesús, para encontrarlo hecho ya un hombre y recibiendo el bautismo de manos de Juan, el Bautista, en este domingo que cierra el ciclo de Navidad.
Es el comienzo de su ministerio, de su vida pública. De los años que van desde su nacimiento hasta entonces apenas sabemos nada. Son pocos los datos que encontramos de su “vida oculta”, de su vida en familia, de su vida como uno más en medio de su pueblo.
Como decía el beato Carlos Foucauld, en la vida de Nazaret, los cristianos tenemos un referente de lo que es nuestra vida cotidiana: el trabajo, la familia, el papel de la fe en Dios en lo que hacemos cada día. La mayor parte de nuestra existencia es así. Está hecha de gestos y detalles que no hacen ruido pero caldean amorosamente nuestro corazón.
Así estuvo con los suyos hasta que siendo ya un hombre, deja atrás su casa y su pueblo, para comenzar la llamada “vida pública”, su ministerio como testigo del amor de Dios, como predicador. Para comenzar ese ministerio ocurre algo especial, que es lo que hoy nos relata el evangelio.
Juan Bautista llevaba tiempo viviendo junto al río Jordán y predicando la conversión, el cambio de una vida de pecado a todos los que se acercaban a escuchar su predicación. Juan era la “voz que resonaba en el desierto”, la voz de Dios, que como si fuera su conciencia recordaba a su pueblo que la vida sólo vale la pena vivirla desde Dios, siendo transmisores de su amor.
Jesús llega a donde Juan predica y se pone en la “fila de los pecadores”, junto a quienes se preparaban para lavar sus pecados. Juan lo reconoce. Él llevaba mucho tiempo esperando su aparición. Sabía que Jesús debería venir a él y que él debería presentarlo a todo Israel. Aunque, como suele ocurrir con las cosas de Dios no fue una aparición espectacular. Se presenta como uno de tantos en aquella fila. Lo hace sin levantar ruido. Incluso cuando Juan le dice que él debería ser el propio Jesús quien lo bautice, Jesús le pide que haga lo que tiene que hacer.
Así son las cosas de Dios. Sencillas a la vez que grandiosas. Ellos cumplen la voluntad del Padre, y este habla desde su trono para ratificar todo lo que había pasado. Aparecía como un hombre cualquiera, pero no lo era: era el Hijo de Dios, el Amado, el Predilecto.
Ese Jesucristo que se bautiza en el Jordán dedicará su vida desde entonces a ser un evangelio vivo, a llenar con la Buena Noticia del amor de Dios los caminos de Galilea primero y de todo Israel después. Y casi 2000 años después se empeña en ser Buena Noticia para todos los hombres y mujeres que formamos parte de la familia de la Humanidad.
Aceptemos su invitación, y seamos nosotros testigos de esa Buena Noticia. Con nuestras palabras pero sobre todo con nuestros hechos. En la situación actual de nuestra sociedad, el evangelio que muchas personas leerán es nuestra vida. Ello debería llevarnos a tomarnos en serio lo que hacemos, y si realmente somos testigos de ese amor de Dios en nuestras vidas. Con la esperanza de que sea así, os deseo un feliz y santo domingo para todos.
padre Juan Manuel Ortiz Palomo