· Primera lectura: Éxodo 34, 4b-6, 8-9.
· Salmo responsorial: Daniel 3, 52. ‘A ti gloria y alabanza por los siglos’
· Segunda lectura: Primera Corintios 2, 1-5.
· Evangelio: Juan 3, 16-18.
El pasado domingo de Pentecostés ponía punto final a las fiestas pascuales de este año. Pero cada año nos ofrece la Iglesia un par de domingos festivos que inauguran cada año el tiempo ordinario, un par de Solemnidades que buscan acercarnos al corazón del misterio divino: hoy la fiesta de la Santísima Trinidad y el próximo domingo, el día del Corpus.
Celebrar la solemnidad de la Santísima Trinidad es querer traer a nuestra vida y a nuestra oración, el misterio central de la fe cristiana. Un misterio insondable de relación y comunicación personal de amor, entre el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo. La Trinidad, Dios mismo, es lo más importante que hay en nuestra vida.
Somos bautizados en el nombre del Dios Trinidad, en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Ahí podemos encontrar el núcleo de la vida cristiana que no es otra cosa que ser insertados en la vida de amor, que se nos da como participación del misterio de la Trinidad. La realidad última y más profunda, Dios mismo, es vida y es amor, que nos sale a nuestro encuentro.
Este es el fundamento de la esperanza cristiana, en medio de nuestro mundo de muerte y de odio. El misterio de la Trinidad es una fiesta de silencio y de adoración con que el orante alimenta su alma. Con esa clave os invito a acercamos a contemplar el Misterio, a celebrar con los hermanos nuestra fe, a glorificar a nuestro Dios Trinidad con nuestra oración.
Ser cristiano es querer ser santo, a imitación del Todo Santo, de nuestro Dios. Ese que amó tanto a la humanidad desde el principio, que mandó a su propio Hijo para que Él fuera quien nos enseñara, con su vida y sus palabras el camino del cielo.
El evangelio nos da una de las claves más importantes: ¿a que vino Jesucristo al mundo?, ¿cuál era su misión? Recordarnos a las personas la salvación que su Padre quiso para nosotros. Y lo quiso desde el principio.
Dios, el creador del mundo, cuando empezó su obra, lo hizo porque no quiso continuar sólo. Su sueño era que el amor que vivía en Él saliese de su corazón y llenara toda la realidad. Es lo que lo movió a que ese amor se expresase en toda la realidad creada. Toda la creación nos habla de ese Amor.
Pero el culmen de esa gran obra quiso que fueran la pareja humana. Adán y Eva son aquellos, que a su imagen y semejanza podían dar el más grande testimonio de su amor. Pero pronto apareció el pecado, y con él se rompió el plan de Dios de que viviésemos en su felicidad soñada.
Pero, no se paró la obra salvadora ahí: la principal actividad desde ese pecado para la Trinidad fue esa, el de devolvernos la Salvación. El Padre puso en camino a su Hijo para que fuese el Redentor de esa Humanidad desorientada, para que fuera quien nos trajera esa Vida Nueva. Ese Hijo se hizo hombre en el seno de María. Y lo hizo por obra y gracia del Espíritu Santo.
Espíritu Santo que le acompañó toda su vida y ministerio, hasta que llegó el momento de volver al Padre, con “los deberes hechos”. Pero Él no se fue sin más, sino que les dejó a sus discípulos ese Espíritu Santo como garante de la vida y el amor de la Iglesia. Así ha sido desde entonces, desde aquella mañana de Pentecostés. Y lo será, D. m., hasta el final de los tiempos.
De toda la Iglesia, y de todos y cada uno de los que fuimos bautizados. Pues en nuestro corazón vive este Espíritu que nos hace llamar «Abba» (Papá) a nuestro Dios como hacía el propio Jesús. Pensemos en ello cuando nos santigüemos, cuando con ese sencillo gesto nos pongamos, una vez más, en la presencia de nuestro Dios-Amor. ¡Feliz y santo fin de semana para todos. Que Dios os bendiga!
padre Juan Manuel Ortiz Palomo