· Primera lectura: 1 Sam., 16, 1b. 6-7. 10-13ª: “El Espíritu del Señor vino a David…”
· Salmo responsorial: Salmo 22: “El Señor es mi pastor. El Espíritu es pastor, guía, alimento, fortaleza, audacia, bondad y misericordia”
· Segunda lectura: Ef. 5, 8-14: “… ahora soy luz en el Señor. Los frutos de la luz, también la luz denuncia lo escondido en las tinieblas”.
· Evangelio: Juan 9, 1-41: “Yo soy la luz del mundo…”
Las lecturas de este domingo se sirven de las imágenes de la luz y las tinieblas como realidades de nuestra vida de gran carga significativa. El rey David, el antepasado de Jesús, preludia la llegada de la luz en su máximo esplendor. Religiosamente hablando la luz se ha asociado siempre a Dios, al bien; por el contrario las tinieblas han evidenciado siempre el lado oscuro de la vida, el mal, el pecado, el tentador, y todo lo que está asociado a ello.
Una y otra definen de forma plástica pero contrapuesta la orientación humana hacia valores religiosos y éticos, o la opción por un estilo de vida, consciente y libre, en el que reinan los contravalores y el mal a ellos asociado. Y en estas lecturas de hoy, teniendo como referencia la oposición luz/tinieblas, se nos plantean retos cristianos de gran calado.
El cristiano opta por tener como referencia fundamental en su vida la figura de Jesús, descendiente de David, como aquel que ilumina, que restaura la visión y la lucidez, cuya fuente es el Padre por la acción del Espíritu. El cristiano, por su libre elección de Jesús, a quien se vincula libre y estrechamente, acepta vivir acorde con los valores evangélicos vividos y predicados por Él; se somete libremente a una forma de vida en la que Dios ocupa un lugar central, y en cuyo seno todo ser humano tiene un lugar primordial, experimentándose hijo de la luz, manantial de valores evangélicos asumidos libremente.
Como consecuencia de ello, el amor de Dios, manifestado en Jesús y vivido en el seno de la comunidad de creyentes que es la iglesia, se constituye en el eje central de su fe, cuya máxima expresión es la eucaristía, banquete de vida que alimenta, vivifica y fortalece el germen vital iniciado en el bautismo.
Como consecuencia de ello, y siguiendo siempre al buen pastor del salmo, identificado con Jesús, el cristiano, aunque camine por cañadas oscura, nada teme; conoce el camino de luz trazado por Él, en la dinámica del amor: ama y respeta la vida de todo ser humano diseñado por Dios, desde su condición embrionaria hasta su ocaso terreno; se siente cercano al pobre, al perseguido, al oprimido; comparte sus bienes con el indigente y ayuda al necesitado; se gasta y desgasta por los demás; perdona setenta veces siete, es decir, siempre, sea cual sea la profundidad de la ofensa o la persona que ofende.
Por su condición de cristiano se convierte, con su vida, en testigo de la paz sin fronteras, la concordia ilimitada, la cercanía incondicional, en todas partes, con cualquier ser humano, sin distinciones de nación, raza, lengua o religión. Por eso está siempre en contra de toda clase de guerras y violencias; también las llamadas irracionalmente justas. Desde su naturaleza de creyente en el Dios de Jesús, el cristiano se siente solidario con todos, sensible al sufrimiento ajeno.
En cuanto hijo de la iglesia, llora amargamente los pecados de la iglesia, de la que forma parte, y goza con sus virtudes, se esfuerza con sinceridad por morir a la oscuridad del pecado para resucitar a la luz de la nueva vida donde el amor brilla con luz propia. El cristiano se transforma en luz, que desnuda crudamente con su testimonio fraterno, la maldad de las tinieblas. Así hoy, mañana, siempre.
padre trinitario Domingo Reyes