· Primera lectura: Hechos 15, 1-2, 22-29.
· Salmo responsorial: Salmo 66: ¡Oh Dios, que te alaben los pueblos, que todos los pueblos te alaben!
· Segunda lectura: Apocalipsis 21, 10-14. 22-23.
· Evangelio: Juan 14, 23-29
La Pascua va llegando a su fin. Y Jesús sigue preparando el corazón de sus discípulos. A pesar del regalo de la Resurrección, su corazón aún está lleno de dudas e indecisiones. ¿Cómo los va dejar solos, cómo los va a abandonar otra vez? ¿Y será para siempre?
Él se va a su casa, al “seno de su Padre”. Allí terminará su camino. Y a esos discípulos llenos de dudas les va a ofrecer su paz, y una presencia, su Espíritu que les guiará en todo lo que hagan. Esas dos fiestas próximas (la Ascensión del Señor y la venida del Espíritu Santo en Pentecostés) nos lo recordarán con todo lujo de detalles, refrescarán la profundidad de lo que significa la nueva vida que Cristo regala a sus apóstoles y a todos los que queremos unir a Él nuestra vida.
Ésa es una riqueza que nos indica otra realidad. La vida sigue. Los discípulos primero y la Iglesia después deben, debemos, continuar con el anuncio de la Buena Noticia del Maestro. Bella tarea, pero para nada exenta de dificultades y problemas.
Algunos de esos problemas vienen de fuera, del ambiente donde vivimos. Pero otros muchos nos lo encontramos de “puertas adentro”, en la propia Iglesia. Y de esto que digo, como “muestra un botón”. Me refiero a lo que hemos escuchado en la primera lectura, donde hemos visto que no siempre el camino de la Iglesia ha sido un camino de rosas. Había distintos grupos, distintas sensibilidades, no todo el mundo veía las cosas de la misma manera. Viejos problemas, a los que por desgracia seguimos contemplando hoy.
Antes era entre los dos grandes grupos que había en la Iglesia naciente: los cristianos que venían del judaísmo y los que venían del mundo pagano. Hoy estas diferencias parecen responder más a posturas ideológicas, los que se denominan como “conservadores”, los que defienden a “capa y espada” que todo debe seguir igual. Y los llamados “progresistas”, los que defienden que nada sirve, que todo debe ser cambiado, que todo empieza ahora.
Qué pena cuando lo reducimos todo a nuestra opinión. Queremos que todo sea como nosotros decimos, olvidándonos de mirar a quien más tiene que decir ahí, al propio Señor. Deberíamos hacer como esos primeros discípulos y poner la vida de la Iglesia a la luz del Espíritu Santo. O como recientemente nos dice el papa Francisco, en su última exhortación, en “la Alegría del amor”: “La unidad a la que hay que aspirar no es uniformidad, sino una “unidad en la diversidad”, o una “diversidad reconciliada”. En ese estilo enriquecedor de comunión fraterna, los diferentes se encuentran, se respetan y se valoran, pero manteniendo diversos matices y acentos que enriquecen el bien común” (Amoris laetitia 139).
Es decir, seguir caminando todos juntos, trabajando para que nadie se quede atrás, especialmente los más pequeños y débiles. Ése “no imponed más cargas de las necesarias” debería ser una de las principales preocupaciones de nuestra actividad pastoral.
Ésa sí que es la paz que nace del amor y de la fe, uno de los grandes dones de Cristo resucitado. Ésa es la situación que debemos buscar en nuestras comunidades y en nuestras familias, nuestras iglesias domésticas, como nos propone el Papa en esa bella exhortación, que merece la pena conocer. Que el Señor nos ayude a ello. Feliz Día del Señor.
Estamos en este sexto domingo de Pascua, día en que la Iglesia celebra la Pascua del enfermo, bajo el lema de «María, icono de la confianza y del acompañamiento: “Haced lo que Él os diga”» (Jn. 2,5).
En este Año de la Misericordia, y de la mano del gran consejo de nuestra madre, de María, sepamos poner al centro de la vida de la Iglesia a uno de sus grandes tesoros, aquellos que desde la enfermedad y su sufrimiento, unen su vida a la cruz de Cristo. María, Salud de los enfermos, ruega por nosotros.
padre Juan Manuel Ortiz Palomo