viernes 22 noviembre 2024
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Domingo XIX del Tiempo Ordinario, Ciclo A, 10 de agosto de 2014

Elías y Pedro, personas cercanas a Dios

No es fácil creer en el fragor de la prueba; más bien, es muy difícil. Como a Elías, huyendo de la perversa reina Jezabel. Para este profeta le va la vida en ello. El desierto por el que huye es aterrador: desolación, sequedad, y agotamiento; abrasado por un sol inclemente; una sed ardiente y unas ganas invencibles de morir, deseando vivir.

Algo parecido les pasa a los apóstoles: la barca se hunde azotada por las olas;   tiemblan y temen seriamente por su vida. ¿Dónde estará Jesús? Es tal la intensidad del miedo que no le reconocen cuando se acerca a ellos caminando sobre el agua, algo inesperado: ¡Imposible que fuera Jesús! Ni siquiera basta su mensaje tranquilizador, –¡No temáis, soy yo!– para vencer la falta de fe de Pedro, a la primera dificultad. Y es que la historia de Elías y la de Pedro es la eterna historia del hombre!

Hay un detalle común entre la primera lectura y el evangelio: las figuras que están soportando la prueba son dos personas que viven una aparente familiaridad con Dios. No son ni la malévola y pagana Jezabel ni el impío rey Herodes: ¡son Elías y Pedro! 

La historia cristiana ha estado jalonada de muchos elías y pedros; por supuesto han existido muchas jezabeles y herodes, pero a éstos, al fin y al cabo, nunca les ha interesado Dios. Lo triste, lo doloroso, lo incomprensible es la existencia de tantas personas, entre ellos tantos cristianos de hoy que, cuales nuevos elías y pedros, están fuertemente inclinados a mirar hacia atrás y a torcer el gesto, cuando no a elegir un camino diferente, al amanecer de la prueba o al inicio de la tormenta. Porque en la vida de todo ser humano, más tarde o temprano, aparece la prueba; su frágil existencia es reciamente sacudida por la terrible soledad de un desierto sin horizonte final o el fragor de una tormenta aterradora. Unas veces se presenta en forma de enfermedad incurable; otras, la muerte de un ser querido; tal vez  irrumpe en la propia experiencia los efectos devastadores de una catástrofe natural;  o una situación económica desesperada con su estela de inseguridad, amarguras, sinsabores… 

Y entonces surgen las preguntas: ¿Y Dios? ¿Dónde está Dios? ¿Es posible creer en medio de la prueba? ¿Tiene sentido el recurrir a Dios frente a su aparente y absoluto silencio? ¿Por qué no interviene? Y si lo hace ¿cómo descubrir su presencia, su sentido, su significado? 

Pues bien, las lecturas de este domingo nos ofrecen una consoladora respuesta; no al estilo humano, como desearíamos, sino al divino, que no siempre coinciden. Dios, lejos de cruzarse de brazos, nos la ofrece siempre y en plenitud. Pero sólo una actitud de fe confiada, total, que se abandona al Dios Padre con la fuerza y la luz del Espíritu nos conducirá a la reflexión sobre la figura del Dios crucificado, que asume su condición de varón de dolores, experimentando en toda su crudeza la fragilidad de nuestra realidad humana. La cruz de Jesús es una parte esencial de la respuesta de Dios a la crudeza de la vida humana. Y en su cruz  se contiene el germen del talante cristiano como exigencia   y compromiso.

La respuesta de Dios al dolor humano en el hombre crucificado Jesús se completa con la llamada  dirigida al corazón de cada hombre, al centro neurálgico de su libertad más íntima y personal,  donde cada uno opta por el bien o el mal. 
Es la llamada a la propia conversión personal, a transformar nuestro mal en bien, a optar por el perdón y no por venganza, a elegir el amor no el odio, a abrirse a los demás, no a cerrarse en sí mismo; a cultivar un corazón compasivo, no despiadado; a entregarse a los otros no a desentenderse egoístamente de los demás; a dar la mano al hermano, no a retirarla; a construir la paz no a organizar guerras; a generar vida, no muerte. Ésa es la elocuente respuesta de Dios nítidamente expuesta en el evangelio. Es la respuesta que el Señor espera de cada uno de nosotros. Es la respuesta de una fe viva, sólida, madura y comprometida; para vivir esa realidad Él nos da siempre la mano, y nos posibilita salir vencedores en la prueba.
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