No hace mucho el Papa Francisco nos volvió a recordar algo en lo que no ha dejado de insistir desde el comienzo de su Pontificado: “Jesús es muy bueno. Jesús nos quiere. Dios nos ama. Dios nos espera siempre. Dios no se cansa de perdonarnos. Sólo espera que seamos humildes y pidamos perdón, para poder seguir adelante”.
El Papa nos confió que suele confesarse cada dos semanas. Yo procuro confesarme con frecuencia. Cuando me confieso, después de recibir la absolución, siempre le digo al sacerdote: ¡Muchas gracias! Habitualmente su respuesta es: ¡Gracias a Dios!
Gracias a Dios que nos dejó el Sacramento de la Penitencia aquel primer Domingo de Resurrección, cuando les dijo a los Apóstoles, que eran los primeros sacerdotes: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados. A quienes se los retengáis les quedan retenidos”.
A nosotros nos cuesta perdonar. Y nos cuesta más todavía olvidar la ofensa recibida. Dios perdona y olvida. Él es así. Si le recordamos al Señor nuestros pecados ya confesados, sin duda nos dirá: No sé de qué me hablas. No me acuerdo de nada.
Se podría decir que lo mal hecho se da por no hecho. La Misericordia de Dios llega a ese punto… y más allá.
En mi vida como sacerdote, después de escuchar una confesión, he oído infinidad de veces algo que se podría resumir en las siguientes palabras: Jamás en mi vida he sido tan feliz como en este momento.
El Santo Padre nos anima a acudir a la Confesión: “Quisiera preguntarles, pero no respondan en voz alta. Cada uno se responda en su corazón: ¿Cuándo ha sido la última vez que te has confesado? Cada uno piense. ¿Dos días, dos semanas, dos años, veinte años, cuarenta años? Cada uno haga la cuenta, y cada uno se diga a sí mismo: ¿Cuándo ha sido la última vez que yo me he confesado?
Y si ha pasado mucho tiempo, ¡no pierdas ni un día más! Ve hacia delante, que el sacerdote será bueno. Está Jesús, allí. Y Jesús es más bueno que los curas, y Jesús te recibe. Te recibe con tanto amor. Sé valiente, y adelante con la Confesión”.
Cuando nos confesamos Dios nos estrecha en un abrazo amoroso. Más aún, puede decirse, sin miedo a exagerar, que en cada confesión Dios nos introduce muy dentro de su corazón. Dios no espera a que seamos perfectos para estrecharnos contra su corazón. Nos aprieta contra su corazón cuando acudimos con humildad a la Confesión.
No se santifica el que nunca cae, porque un alma así no existe, sino el que siempre se levanta. Lo malo no es tener pecados, sino pactar con ellos. Si Dios está lejos, no hay perdón. La conciencia no perdona.
Así lo explica el Santo Padre: “El Sacramento de la Penitencia y de la Reconciliación -nosotros lo llamamos también de la Confesión- brota directamente del Misterio Pascual. Este pasaje del Evangelio (Cfr. San Juan 20, 21-23) nos revela la dinámica más profunda que está contenida en este Sacramento.
El perdón se pide, se pide a otro, y en la Confesión pedimos perdón a Jesús. El perdón no es fruto de nuestros esfuerzos, sino un regalo, un don del Espíritu Santo, que nos colma de la abundancia de la misericordia y la gracia que brota incesantemente del corazón abierto del Cristo crucificado y resucitado”.
“Recibid el Espíritu Santo. A quienes les perdonéis los pecados les quedan perdonados. A quienes se los retengáis les quedan retenidos.” Agradezcamos a Dios este inmenso regalo que nos hizo el primer día de la Pascua: la Confesión. Fue lo primero que hizo después de resucitar. Como si tuviese prisa para hacernos esa caricia. Porque cada Confesión es una caricia de Dios. En realidad es mucho más que eso.
Podemos concluir con estas palabras del Papa Francisco: “Tenemos que alejar de nosotros el miedo a confesar nuestros pecados y pedir sincero perdón al Señor. Entonces empezaremos a darnos cuenta de la maravilla que se esconde tras el Sacramento de la Confesión.”
No importa haber sido un pecador, ni serlo, si estoy arrepentido y acudo a la Confesión. Eso es amar a Dios.