En nuestra vida familiar, cuando un hijo, una hija decide casarse, las madres suelen insistirle en que su domicilio no lo coloquen lejos del hogar paterno. ¿Para controlar mejor su nuevo estado de vida, para ayudarle más fácilmente en caso de necesidad… o sencillamente porque desean que el hogar de sus hijos sea como una prolongación del hogar en el que nacieron y crecieron juntos?…
Dios quiere vivir entre los hombres, sus hijos, para velar para que no perdamos su “imagen”, marcada en nosotros en el momento de nacer. Desde el principio somos hijos de Dios y por razón de nuestro origen estamos destinados a vivir siempre como hijos de Dios. Desde siempre Dios sabía que los hombres, creados a su imagen y semejanza, muy pronto caerían esclavos del pecado, que los apartaría de su creador y que iría borrando los mejores rasgos con que fue formado.
Por eso en las Sagradas Escrituras manifiesta reiteradamente su voluntad de vivir cerca de sus criaturas. No le mueve un afán de control o de vigilancia policial, sino por el deseo de velar de cerca para que los humanos crezcamos y desarrollemos nuestra personalidad de acuerdo con el ser que Él nos ha dado, en suma, que disfrutemos de la convivencia con el Padre y la de todos los hijos de Dios.
Otra característica de los textos sagrados que se repiten en este Tiempo de Navidad es el clima “familiar” e “íntimo” en el que se proclaman. San Pablo, escribiendo a Tito, le habla de “la gracia de Dios, nuestro Salvador, que ha manifestado su benignidad y amor a los hombres con la venida de Cristo” (texto recogido en la Misa de la Aurora de Navidad). Y el autor de la carta a los hebreos (texto recogido en la Misa del día de Navidad) expresa el carácter “personal” y “amistoso” de Dios con la humanidad con estas palabras: “En distintas ocasiones y de muchas maneras habló Dios antiguamente a nuestros padres por los Profetas.
Esto último es lo que las lecturas de este domingo tratan de inculcarnos: “ver” en la vida de Cristo la encarnación del misterio de Dios, y “ver” en la vida de los cristianos, en la vida de la Iglesia, la encarnación de la palabra de Dios hecha presente en Jesús. W. Borchert en su obra «Fuera ante la puerta» pregunta: « ¿Dónde está ese viejo que se llama Dios? ¿Por qué no habla? ¡Responded! ¿Por qué os calláis? ¿Por qué…? Nadie, nadie responde… ¿Dónde estás tú, el que sueles estar siempre en todas partes?».
Para muchos contemporáneos, Dios se ha quedado mudo para siempre. No habla. Se ha convertido en un viejo personaje lejano y extraño. Algo que se va difuminando poco a poco en medio de las nieblas del alma. Hombres que tenían fe, la han ido perdiendo, y ya no saben cómo recuperarla. Hombres que tenían confianza en Alguien, han ido sufriendo decepciones dolorosas a lo largo de la vida, y ya no saben cómo volver a confiar. Hombres que un día rezaron, y de cuyo corazón no puede elevarse hoy invocación ni súplica alguna. Cuántos hombres y mujeres viven, sin confesarlo, en una especie de ateísmo cotidiano.
Pero también hay quienes buscan a Dios sinceramente, pero su búsqueda se hace difícil y dura. ¿Cómo creer que Dios es bueno, cuando millones de personas mueren de hambre y buscan sedientos un agua que no llega? ¿Cómo creer en un Dios que se calla cuando los hombres aplastan la libertad, se destruyen unos a otros, y hacen imposible la convivencia? ¿No tenemos derecho también nosotros a gritar con el salmista: «¿Por qué, Señor, escondes tu rostro? ¿Por qué duermes?» Ante tanta injusticia, fracaso y dolor, ¿dónde está Dios?
Pero en el evangelio de hoy encontramos la respuesta. Dios ha venido al mundo: «Ha venido a su casa, y los suyos no le han recibido». A Dios no hay que buscarlo en lo alto del cielo, gobernando el cosmos con poder inmutable, o dirigiendo la historia de los hombres con mirada indiferente. Dios está aquí, con nosotros, entre nosotros. Dios está precisamente donde los hombres han dejado de buscarlo. Dios está en un hombre que nació pobremente en Belén, fue maltratado por la vida, y terminó ejecutado sin poderío ni gloria, en las afueras de Jerusalén.
Ahí tenemos que buscar a Dios y no en otro lugar. Si lo buscamos de esa menara y ese lugar le encontraremos. En la misa del gallo leíamos “María dio a luz a un niño, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre,” Dios está con nosotros, búscalo en humildad de un pesebre y la humanidad de unos pañales…