Mensaje de las lecturas
· Primera lectura, Ex. 20, 1.17: “Yo soy el Señor, tu Dios…”
· Salmo: “La ley del Señor es perfecta…”.
· Segunda lectura, 1Cor. 1,22.25: “… pero nosotros predicamos a Cristo crucificado”.
· Evangelio: Jn, 2, 13-25: “El celo de tu casa me devora”.
¿Por qué existen tantos cristianos que no sienten necesidad de encontrarse con Cristo?
¿Cuál debe ser el motor espiritual que impulse y vivifique la vida de un cristiano? ¿La ley, la norma, el mandamiento, la rutina, el temor al castigo? ¿Por qué existen tantos cristianos que no sienten necesidad de encontrarse con Cristo el día más importante de Él, como es el domingo, día en que resucitó de entre los muertos? ¿Por qué hay tanto cristiano de misa dominical, a cuya asistencia nadie les obliga ni nadie les persigue, que no reciben al Señor durante la misma, llegan tarde, se colocan en un lugar del templo lejano al altar, miran continuamente el reloj, y se van rápidamente del mismo al terminar la celebración?
¿Son estos comportamientos coherentes con la idea fundamental latente en estas lecturas de que sólo el amor al Señor y al hermano es el motor que debe impulsar y presidir toda la vida espiritual, familiar, social y política del que libremente opta creer en Cristo como Dios? Podremos decir y afirmar con seriedad y coherencia que “ Él es nuestro Dios y sólo Él”, como afirma la primera lectura, cuando nuestras vidas dejan tanto que desear en esos ámbitos de nuestra existencia cotidiana?
En efecto, como afirma el salmo 18, la ley del Señor es perfecta… ¡sólo cuando es descanso del alma!, cuando se transforma en amor apasionado por el Señor y por la imagen del Señor que somos cada uno de nosotros, pues, es entonces cuando podemos recordar con los discípulos de Jesús que el celo de su casa nos devora, es decir, que el celo y amor apasionado por Dios nos devora, que la comunión con Él determina toda nuestra vida, condiciona toda nuestra existencia.
Porque cuando el amor apasionado por Dios anida y crece en lo más profundo de nosotros, germina, crece y se robustece en la misma medida el amor apasionado por el hermano; cuando así sucede somos capaces de erigir en nuestra vida la única ley que le da coherencia, solidez y profundidad a la misma: la ley del amor.
Cuando la ley del amor a Dios y al hermano se erige como la ley fundamental de la vida humana, el respeto sagrado a la misma, desde los inicios de su concepción hasta su fin natural, se erige como baluarte indestructible y permanente del cristiano y de toda persona de buena voluntad; cuando es así la solidaridad con el más pobre se transforma en una llamada urgente y en una necesidad ineludible; en este horizonte son impensables en un cristiano los sectarismos, las hipocresías, y las falsedades de uno y otro signo social o político; se vencen todo género de intolerancias y discriminaciones; crece el respeto mutuo y la sensibilidad profunda por la defensa de los derechos fundamentales de las personas; desaparece toda clase de intolerancia y discriminación por razones de raza, sexo o religión…
Es la clase de sociedad que el mensaje de Jesús, su Ley, la utopía del Reino de Dios, ofrece a todo hombre de buena voluntad, invitando a todos a lanzarse, de forma audaz y valiente, a la apasionante aventura de construir su Reino de verdad, de justicia, de paz, de libertad y de amor, de forma constante, confiados –sobre todo– en su gracia redentora.
padre DOMINGO REYES FERNÁNDEZ