domingo 24 noviembre 2024
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“Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por la mente de ninguna mujer, de ningún hombre, lo que tiene Dios preparado para los que le aman”

Estamos en el mes de noviembre. Hemos celebrado el Día de todos los Santos y hemos rezado por los difuntos. Decía San Juan Pablo II que es bueno meditar sobre esas últimas realidades de nuestra vida.
Alguien comparó la muerte con un navío al que vemos alejarse y perderse allá en el horizonte. Los que nos quedamos aquí, en esta orilla, decimos: ¡Qué pena, ya desapareció!

Pero los que están al otro lado del  horizonte dicen: ¡Qué  alegría, ya llega! Es muy reconfortante saber que alguien te espera con amor en la otra orilla y eso te anima a vivir con ilusión y esperanza, e incluso te hace perder el miedo a ese viaje. Con cuánto amor nos esperan y qué alegre debe ser ese encuentro.
 
Nos espera Dios Padre, y Jesucristo y el Espíritu Santo, la Santísima Virgen, San José, y nuestros familiares y multitud  de amigos. Es de esas cosas que desde luego te hacen pensar y te llenan de esperanza.
Podemos intentar imaginarnos en nuestra oración cómo será llegar al Cielo. Llegar allí y encontrarnos con Dios, y ver aquella hermosura, aquel amor que sacia sin saciar y que se vuelca en nuestros corazones. Los santos se lo han preguntado. ¿Cómo será cuando toda la belleza, toda la bondad, toda la maravilla infinita de Dios se vuelque en este pobre vaso de barro que somos todos nosotros?
 
Y entonces podemos entender un poco aquellas palabras de San Pablo: Ni ojo vio, ni oído oyó, ni pasó por la mente de ninguna mujer, de ningún hombre, lo que tiene Dios preparado para los que le aman.
Cada uno busca algo en su vida, tiene un fin. ¿Cuál es el verdadero fin del hombre? ¿Por qué ése y no otro? Tiene que ser algo que, una vez alcanzado, nos llene y nunca acabe. Tiene que ser algo infinito, que sacie todas nuestras posibilidades, que no podamos pedir más. Algo que perdure siempre, que no concluya jamás.
 
Así de grande es el corazón del hombre: solo Dios es capaz de llenarlo. Ya lo decía Santa Teresa: Sólo Dios basta. Hace unos días me avisaron para ir a atender a un enfermo que estaba en el hospital. Los familiares me dijeron que estaba grave. Cuando llegué le pregunté: ¿Quieres confesarte?
 
¡Claro que sí!, me contestó. Yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo. Amén. El sacerdote le miró y vio que sonreía. Una gran sonrisa. Entonces le dije: ¿Quieres recibir la Unción de enfermos? ¡Sí!
 
Por esta Santa Unción y por su bondadosa misericordia te ayude el Señor con la gracia del Espíritu Santo. Amén. Para que libre de tus pecados, te conceda la salvación y te conforte en tu enfermedad. Amén.
El sacerdote le miró y vio que volvía a sonreír. Otra gran sonrisa.
 
El enfermo no quería que el sacerdote se marchase, así que se pusieron los dos a rezar. Rezaron tres oraciones muy pequeñas y muy bonitas. Sagrado Corazón de Jesús, en Vos confío. Dulce Corazón de María, sed la salvación mía. Jesús, José y María, asistidme en mi última agonía.
Y ya sabes lo que sucedió. El enfermo volvió a sonreír. La tercera gran sonrisa. Aquel hombre estaba feliz. Y el sacerdote pensó en lo bueno que es Dios que nos ayuda a morir con una gran sonrisa en los labios. Podemos acercarnos al Señor y a la Santísima Virgen. Podemos acercarnos los Sacramentos, y no solamente en el momento de la muerte, sino durante toda nuestra vida. Dios nos hará un regalo maravilloso: viviremos sonriendo y, cuando Él lo tenga dispuesto, moriremos sonriendo.
 
padre José María Valero 
 
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