sábado 23 noviembre 2024
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“Quien busca a Jesús sin la cruz, encontrará la cruz sin Jesús”

Domingo XXIII del Tiempo Ordinario, Ciclo C

El Evangelio de este domingo nos plantea la necesidad de renunciar a todo para poder seguir a Jesús: “El que no me prefiera más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, a su propia vida, no puede ser discípulo mío” (Lc. 14, 26); “el que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío” (Lc 14,33). Seguir a Jesús implica radicalidad. Jesús es un Señor incompatible con otros señores. El Señor, pues, formula tres exigencias para los que quieran seguirlo:
 
Primera Exigencia: “El que no me prefiera más que a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos y a sus hermanas, a su propia vida, no puede ser discípulo mío” (Lc. 14, 26).
A primera vista parece ser una exigencia un poco oscura. Porque Dios mismo nos puso en el corazón el amor natural a los padres, a los hijos, a los seres queridos. Y todos sabemos y experimentamos de forma positiva o negativa cuán decisivo es el ambiente de la familia natural en el éxito o fracaso de la vida humana.
 
Pero Jesús no se pronuncia contra este natural amor familiar. Pone en claro el criterio, cuando se trata de jerarquizar el amor y sus exigencias: Dios está por encima de todo. Las exigencias más nobles del amor humano pasan al segundo plano, cuando Cristo se hace presente con sus exigencias.
 
San Benito, que había entendido este pasaje del Evangelio, propone “no anteponer absolutamente nada al amor por Cristo”. En definitiva, el amor por Cristo no excluye los otros amores –familia, bienes, sí mismo– sino que los ordena. Solamente en Él cada genuino amor encuentra su fundamento y su apoyo y la gracia necesaria para ser vivido hasta el fondo. Por ejemplo, los esposos, en su amor, estarán subordinados y guiados por el amor que Cristo ha tenido hacia su esposa, la Iglesia.
 
También María y José tuvieron que experimentar esta contradicción. Fue cuando Jesús, a la edad de 12 años, por voluntad del Padre celestial se quedó en el templo, a pesar de ser buscado desesperadamente por sus padres.
 
Segunda Exigencia: “Quien no lleve su cruz detrás de mí, no puede ser discípulo mío”. Prueba de que amamos a Jesús es cargar con su cruz. Cargar la propia cruz no significa ir en busca de sufrimientos. 
Ni siquiera Jesús ha ido a buscarse su cruz; ha tomado sobre sí, en obediencia a la voluntad del Padre, la que los hombres le pusieron sobre sus espaldas y la ha transforma¬do con su amor obediente de instrumento de suplicio en signo de redención y de gloria.
 
Jesús no ha venido a agrandar las cruces humanas sino, más bien, a darles un sentido a ellas. Tomás de Kempis ha dicho que “quien busca a Jesús sin la cruz, encontrará la cruz sin Jesús”; esto es, sin la fuerza para llevarla. “Si llevas voluntariamente la cruz, ella te llevará a ti y te conducirá al deseado fin, donde el sufrimiento tendrá fin. Si la llevas a la fuerza, te creas un peso que te pesará siempre cada vez más. Si echas fuera una cruz, seguramente, encontrarás otra y posiblemente más pesada… Cargar la cruz es amar a Dios sobre todo y hacer siempre su santa voluntad”.
 
Tercera Exigencia: “El que no renuncia a todos sus bienes, no puede ser discípulo mío”. Para llegar al final, al Cielo, Dios nos dice cuál es el cálculo que tenemos que hacer: saber que tenemos que renunciar a todo. Él, que es “Todo”, quiere “todo”.  Y lo quiere, porque sabe que eso que consideramos nosotros nuestro “todo” realmente no es “nada”.
 
Jesús no ilusiona, ni desilusiona a nadie; lo pide todo porque quiere darlo todo, porque es Dios; es más, ya lo ha dado todo: “Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma” (Efesios 5, 2). Un día la Beata Ángela de Foligno, joven, bella, acomodada y viuda, meditaba sobre la pasión del Salvador en una iglesia, cuando, de improviso, sintió resonar en su mente con gran fuerza estas palabras: “¡No te he amado de broma!” Empezó a llorar porque de golpe se dio cuenta que su amor para con Jesús no había sido, hasta entonces, precisamente, más que “una broma”, en comparación con el de Cristo para con ella.
 
padre carmelita Antonio Jiménez 
 
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