Un obispo americano, cuya causa de canonización está en curso, contaba con sentido del humor lo que le ocurrió cuando iba a dar una conferencia en una ciudad distinta de la suya.
Él mismo lo relata: “Iba a dar una conferencia cuando me perdí en las calles de Filadelfia. Entonces, me acerqué a un grupo de niños que estaban jugando, y les pregunté: “¿Podéis decirme cómo se va al Ayuntamiento?”
Uno de los mayores me lo indicó, preguntándome a su vez: “¿Qué va a hacer allí?” Le dijo: “Voy a dar una conferencia”. Y le preguntaron: “¿Sobre qué?”. Y le dijo: “Sobre el modo de ir al cielo. ¿Te gustaría oírla?”. Y le apuntó: “¿Sobre el modo de ir al cielo? ¡Pero si ni siquiera sabe ir al Ayuntamiento!”
Creo que podemos pedirle a Jesús que nos toque el corazón para ser más humildes. Es difícil ser humilde. Y es difícil escribir sobre la virtud de la humildad. El Señor aconseja: “Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón”.
San Agustín nos dice: “Si me preguntáis qué es lo más esencial en el amor a Jesucristo, os responderé: lo primero, la humildad; lo segundo, la humildad; y lo tercero, la humildad”.
No somos humildes cuando somos susceptibles, cuando nos sentimos ofendidos ante palabras y acciones que no significan en modo alguno un agravio.
La soberbia entraña siempre dos errores: el excesivo aprecio a uno mismo y el desprecio de los demás. La verdad, la realidad, es que ni hay razón para creerse uno tanto ni para creer a los demás tan poco. Pero la soberbia ciega e incapacita para ver la verdad.
Donde hay humildad hay sabiduría, explica el libro de los Proverbios. La humildad es en las virtudes lo que la cadena en los Rosarios. Si quitamos la cadena del Rosario las cuentas caen; si quitamos la humildad de nuestra vida todas las virtudes desaparecen.
Los humildes son personas amables, afables, alegres, sencillas y sin afición a las tragedias. Fáciles a la sonrisa. Si queremos ver cómo andamos de humildad podemos mirar nuestra vida. Quizá respondemos con mala cara, con malos modos, hablamos hiriendo, discutimos agresivamente.
Y hay algo que nos llena de soberbia: dejar de rezar. El humilde reza. Evidentemente hay cosas que nos facilitan la humildad: hay que fomentarlas. Escuchar, tener en cuenta las opiniones de los demás y sus puntos de vista, aunque no los compartamos.
Es muy fácil saber cuándo una carreta está vacía aunque no la veamos. Se sabe por el ruido. Cuanto más vacía está la carreta, mayor es el ruido que hace. Cuando hablo demasiado de mi mismo, interrumpo la conversación de los demás, soy inoportuno o violento, presumo de lo que tengo, soy prepotente y hago de menos a la gente… puedo aplicarme a mí mismo: “Cuanto más vacía está la carreta, mayor es el ruido que hace”.
Quizá los necios más grandes son los listos cegados por la soberbia. Hay una canción muy sencilla pero que dice cosas muy sabias: “Yo pensaba que el hombre era grande por su poder, grande por su saber, grande por su valer, yo pensaba que el hombre era grande y me equivoqué, pues grande sólo es Dios.
“Sube hasta el cielo y lo verás, que pequeñito el mundo es, sube hasta el cielo y lo verás. Como un juguete de cristal que con cariño hay que cuidar. Sube hasta el cielo y lo verás.
Cuando el ser humano se abre a la grandeza de Dios se convierte –Dios lo convierte– en la mayor maravilla de la Creación. Dios hizo a la mujer y al hombre. Los hizo a su imagen y semejanza. Y vio Dios que eran muy buenos.
Como afirma el místico castellano: Baja si quieres subir; / pierde si quieres ganar; / sufre si quieres gozar; / muere si quieres vivir.
Y dar vida a muchos.
padre José María Valero