El domingo pasado se nos presentaba a Jesús bajo la imagen del Buen Pastor, hoy como la vid verdadera. El pueblo judío estaba acostumbrado a este tipo de lenguaje. Sabía que la Sagrada Escritura los comparaba con la vid, pues los profetas decían: “Sacaste una vid de Egipto” o “Yo te planté vid selecta y tu te volviste espino” (Jer).
Jesús retoma ese lenguaje y proclama: Yo soy la vid verdadera. Y explica la relación que los suyos deben tener con él: “Yo soy la vid, vosotros los sarmientos; el que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante, porque sin mi no podéis hacer nada.” Por siete veces aparece, en el breve evangelio de hoy, el verbo permanecer: permaneced en mí.
Y es que el Resucitado no sólo quiere que vivamos “con él”, que le sigamos “a él”, que seamos “de él”, sino que vivamos “en él”, que permanezcamos en Él. Pide que toda nuestra actividad brote del trato con él, porque permanecemos en Él.
Nuestro problema es que estamos demasiado acostumbrados a valorarlo todo en función de la eficacia, en función de los resultados de producción, en función de un criterio económico.
Pero el criterio de Jesús es otro. Jesús piensa en las personas, y nos dice que los frutos que podemos dar no son necesariamente medibles. Porque, ¿quién puede medir el amor de una madre? ¿Quién la entrega de tantos consagrados? ¿Quién el apoyo desinteresado que te da un amigo? ¿Quién la labor callada y desinteresada de tantos catequistas? ¿Quién mide el perdón? ¿Cómo se puede valorar la cruz de Cristo con los criterios del mercado? La cruz de Cristo busca el cambio de las personas.
La primera lectura nos recuerda el cambio que supuso la vida de Pablo. Tras su conversión vuelve a Jerusalén y su vida había cambiado, tanto, que de perseguidor se convirtió en discípulo. La comunidad de cristianos de Jerusalén lo recibe y Saulo se queda con ellos predicando el nombre del Señor Jesús. ¿Y qué ocurre? Que aquel cambio resultó intolerable para los judíos y propusieron matarlo. Entonces, la comunidad lo salvó bajándolo a Cesárea, donde se embarcó y alejó del peligro.
Hoy, la Palabra nos recuerda que ser cristiano es adherirnos a Cristo, permanecer en él, aceptar que Él se una a nosotros, que su vida esté en nosotros. Si fuésemos conscientes de esto, si viviéramos esta gran verdad, podríamos decir con Pablo: “Ya no vivo yo, es Cristo quien vive en mí”. Ojalá viva en todos nosotros. Deseémoslo, pues el deseo es la primera fuente de santificación.