Seguimos recorriendo el camino de este tiempo de Adviento. Y de esta manera, llegamos al domingo tercero, domingo que siempre significa un pequeño y alegre paréntesis en esta preparación. En el fondo es una llamada renovada a la alegría y a la esperanza en este tiempo fuerte que de nuevo dirige nuestros pasos al encuentro del Señor que está por llegar.
Pero ¿quedan motivos para tener esa esperanza y esa alegría en nuestra vida? Echando un vistazo a nuestro alrededor, a la realidad cotidiana que se nos presenta, y parece que no van quedando motivos para la alegría a no ser que vivamos de una manera muy superficial, que no nos importe demasiado la vida que nos rodea.
Pues aunque no nos lo parezca, eso es un grave pecado para nosotros, los cristianos: pecado de desesperanza, de tristeza, de desilusión. Tres actitudes que no deberían tener ningún espacio ni en la vida de ningún creyente. Entonces, ¿dónde radica nuestra fuente de esperanza y alegría?
Directamente en la persona de Jesús. Ni más ni menos. A lo largo de toda su vida, Él irradia esa alegría. Pero no de un modo superficial, sino porque nace de lo más profundo de su existencia, ya que nace del amor inefable con el que se sabe amado por su Padre. Además nadie puede quedar excluido de esta alegría. Es el gran gozo que esperamos durante este tiempo de Adviento. Es lo que anunciará el ángel la noche de Navidad a los pastores: su nacimiento será una gran alegría para todo el pueblo (cf. Lc 2,10).
Pero incluso, desde su encarnación ocurre así. Juan Bautista, otro de los grandes protagonistas del Adviento, cuya misión será presentarlo ante todo Israel, había saltado de gozo ante su llegada, cuando aún estaba en el seno de su madre, durante la visita que hace María a su prima Isabel, embarazada del Precursor (cf. Lc 1,44). «El más grande nacido de mujer» como lo llamará el Señor en el evangelio de hoy, es un testigo privilegiado de esta esperanza, de la verdadera alegría, que nace del mismo Dios.
Juan llama a la conversión, a cambiar de vida en su preparar el camino del Salvador. Pero cuando Jesús da comienzo a su ministerio, Juan «se llena de alegría por la voz del Esposo» (Jn 3,29). Sabía que él era el que tenía que venir. Y eso es lo que le mueve a enviar a sus discípulos a que vayan a ver a Jesús, a ver sus obras, sus milagros.
Quería que descubrieran esa alegría. Su invitación es también para nosotros. La vida de Jesús siempre es fuente de esperanza y alegría. El vivió la realidad de la humanidad en toda su profundidad: con su dolor y su sufrimiento. Pero sobre todo con su alegría. Si en el mismo Dios, todo es alegría, lo es porque todo es don. Y el mayor don de Dios para con la Humanidad es su propio Hijo Jesucristo.
No lo olvidemos a la hora de seguir adelante en nuestro caminar. Nuestras calles e incluso nuestras casas se van preparando y embelleciendo para estas próximas fiestas de Navidad. ¿Y nuestro corazón también está preparado? ¿Estamos dejando sitio a esa alegría? Si es así adelante. Y si no, estamos a tiempo de hacerlo. La ocasión la merece. Porque también necesitamos sentir que esa alegría inunda nuestra vida.
Ojalá seamos apóstoles de la alegría. Quien se sabe amado profundamente por Dios, camina buscando llevar ese amor a los demás. Hay muchos hermanos que necesitan de tu sonrisa, de una palabra de aliento, de alguien que le recuerde que quien pone su esperanza en Dios nunca queda defraudado. O simplemente necesitan de alguien que lo escuche, que alguien les dedique un poco de tiempo.
Que María, nuestra madre de la Esperanza, anime nuestro caminar, pida la alegría para nuestras vidas. Feliz y santo domingo para todos.





