Con las cosas de Dios, muchas veces a los cristianos nos pasa lo que a un niño que vivía en un campo. Un buen día en la escuela vio un gran póster del circo que iba a actuar en la ciudad. Cuando llegó a casa le dijo a su padre: Papá, ¿puedo ir al circo el sábado? Si haces todas tus tareas a tiempo, podrás ir, le contestó su padre.
Llegó el sábado, las tareas hechas y vestido de domingo, el padre sacó unos euros del bolsillo y después de darle mil consejos le dejó ir a la ciudad. Las calles estaban llenas de gente para recibir a todos los artistas del circo. El niño se colocó en primera fila. Nunca había visto un espectáculo tan maravilloso. Un payaso cerraba la caravana. Cuando el payaso pasó junto a él, éste sacó del bolsillo sus euros y se los dio, el niño se fue a casa. Él pensaba que eso era el circo. Sólo había visto el desfile, pero no vio la maravillosa actuación que tendría lugar bajo la carpa.
Con las cosas de Dios a nosotros nos pasa lo mismo. Cuántas veces hemos confundido a Dios con los eventos religiosos, con las cosas y las personas y los libros… Cuántas veces hemos confundido a Dios con nuestro vacío espiritual y nuestra necesidad de llenarlo. Y como el niño que quería ver el circo nos hemos contentado con el colorido y la emoción del desfile, pero no hemos entrado en “la carpa” de su amor; no hemos subido a la “montaña” donde Dios se transfigura; y es que, por más malabarismos que hagamos, Dios es siempre más grande que nosotros, Dios es el misterio que nos envuelve y nos ama.
La Cuaresma es tiempo de muchas cosas: conversión, fe, austeridad, “vacunas”… Hoy la Palabra de Dios en el evangelio de Marcos nos invita a cambiar nuestra imagen de Dios y a purificarla. “Dios es el Padre que no perdonó a su propio Hijo sino que lo entregó por nosotros y es el Dios que está con nosotros”. Dios es el padre que siempre está del lado del pecador. Dios no es una estrella fugaz en el espacio, es una presencia permanente en el corazón de la vida. Dios es el Dios de Jesucristo. Pedro, Santiago y Juan que conocían a un Jesús que hacía milagros, anunciaba el reino, predicaba la conversión y el tiempo nuevo, recorría los caminos de Palestina y discutía con los fariseos, un día en la montaña vieron a un Jesús radiante y transfigurado, una nueva imagen de Jesús. Jesús, fundido en Dios, resplandeció, se transformó, había entrado en la nube del amor de Dios. Y sólo el amor verdadero tiene el poder de transformar. Sólo el amor verdadero nos permite ver al Dios verdadero y transformar las falsas imágenes de Dios. Sólo el amor verdadero nos permite vernos a nosotros mismos como hijos de Dios.
La Cuaresma es tiempo de redescubrir el Dios amor. Es el tiempo de escuchar a Jesús, su Hijo amado. El evangelio nos dice que Jesús conversaba con Moisés y Elías. Pero la voz de Dios nos dice: “Este es mi Hijo amado, escuchadlo”. Dios nos manda escuchar en este hoy, a su Hijo amado, a Jesús. Él nos da la ley nueva. Él es el profeta nuevo y último que cumple todas las profecías. Él es el Hijo de Dios que hace maravillas. Él es el Hijo del Hombre que muere para hacer visible y verdadero al Dios amor. Pedro, Santiago y Juan no entendieron nada.
Se quedaron con el espectáculo de la transfiguración como aquel niño que se vio solo el desfile. Y sin duda pedirían que desfilaran más personajes para que el desfile fuera más largo. Les gustó el show de Jesús y querían más. Jesús les dice y nos dice también a nosotros hoy, el espectáculo verdadero y final se llama muerte y resurrección. Para vivir la verdadera transfiguración hay que pasar por la entrega generosa de la vida. La última palabra la pronuncia el amor.