Estamos en verano, tiempo de relax y descanso. Tiempo de vacaciones y de familia. Jesús ha buscado un lugar tranquilo también donde retirarse con sus discípulos a descansar.
Quiere enseñarles las cosas del Reino y quiere que descansen un poco. Pero el plan queda abortado por la sagacidad del gentío que ha encontrado en Jesús el filón que cura sus males. Buscan ser curados, que sus ojos vean la luz, que su piel quede limpia y que sus piernas vuelvan a brincar. Buscan salvación, buscan una vida mejor.
Las horas pasan y la gente ha de regresar a sus casas pero no pueden hacerlo hambrientos pues podrían desfallecer por el camino. Es Jesús quien advierte y presenta el problema.
¿Qué hacer? ¡Dadles vosotros de comer! Los discípulos desde su pobreza se van a preguntar: ¿Cómo? doscientos euros de pan no alcanzaría ni a una pequeña porción para cada uno. Pero mira Señor: aquí hay un muchacho que trae cinco panes y dos peces, pero ¿qué es eso para tanta gente? Y ocurrió el milagro del compartir. Comieron todos y todas, se saciaron y sobró.
Estas escenas del evangelio son escenas que nos van enseñando el camino de Jesús, ese camino que nos llevaría a una humanización plena. No hay que preguntarse por la realidad concreta de lo acaecido, hay que preguntarse por el mensaje y la lección que encierran y que debemos aprender. ¿No ocurre hoy algo parecido?
Hoy como entonces nos encontramos con una multitud hambrienta gente que acude de todas partes arrostrando peligros de muerte huyendo de otros no menos severos o buscando sobrevivir en un mundo que debería ser de todos. Gente a la que apenas se le permite coexistir que no convivir. Gente desprotegida con irremediable pobreza porque se le niega la posibilidad de un trabajo y para las que no existe ningún derecho.
Y nos tenemos que preguntar: ¿Qué pude hacer yo? No podemos mirar para otro lado con la excusa de que con lo mío no bastaría, hemos de mirar con los ojos de Jesús, mirar con misericordia, con solidaridad, con amor. Nosotros que sin mérito alguno vimos la luz del día en el paraíso que ellos anhelan no podemos, si nos sentimos humanos, abandonarlos a su mala suerte. De lejos, o de nuestro alrededor son el Jesús al que hay que socorrer, el Jesús que identificado con ellos nos pide un trozo de pan, un vaso de agua, un vestido, un gesto de amistad y fraternidad.
No es la riqueza, el dinero, quien soluciona los problemas, son el desprendimiento y la generosidad. La fraternidad que no pregunta por el color de la piel ni por el credo de cada corazón sabiendo que si no preguntan por nuestro Dios es porque no lo conocen o porque su profeta es otro. No son los poderosos ni la administración son los hombres y mujeres de buena voluntad, los que no se retraen de vivir un poco peor para que otros sobrevivan mejor. Estos son los que realizan el milagro del compartir.