“En todas partes a la vez, no es posible”, dice mucha gente. El don de la ubicuidad no está aún inventado para el ser humano. Es a esto a lo que se refiere Jesús en el Evangelio de este domingo vigésimo-quinto del tiempo ordinario. Tras una primera escena donde Jesús explica a los discípulos cuál va a ser su destino por su condición de Hijo de Dios y después de una caminata hasta Cafarnaún, Jesús se detiene a preguntarles a los apóstoles sobre qué hablaban. Ellos discutían acerca de quién era el apóstol más importante. Ante ello, Jesús les transmite esta enseñanza: “El que quiera ser el primero, deberá ser el último de todos y servir a todos”.
Muy frecuentemente resuena este pasaje en mi cabeza. El que hoy les escribe estas palabras, en su condición de Hermano Mayor de la Hermandad del Rocío de Antequera, siempre ha tenido muy presente que su misión no era la de mandar, ostentar y lucirse, sino la de acompañar y servir a sus hermanos, a su Hermandad. Nunca he pretendido tener afán de ningún tipo de protagonismo –espero haberlo podido cumplir– pero sí es cierto que en multitud de ocasiones he entrado en conflicto con mi propia conciencia cuando, al participar en algún tipo de acto, me invitaban a sentarme en los primeros asientos, más aún cuando he llegado rozando el límite de la hora de inicio de alguno de ellos y, al estar el recinto totalmente abarrotado y con gente de pie, llega el que les habla y tenía sitio reservado. Puede parecer una soberana chorrada, pero yo sé que cuando opté a ser hermano mayor de mi Hermandad, no fue para eso.
Es más, quien me conoce sabe que hasta me puede llegar a molestar tener que hacerlo (no me malinterpreten, que, cuando participo en un acto, lo hago muy a gusto de acompañar a quien me invita). Simplemente es que, si somos tan seguidores del evangelio, ¿no deberíamos quizás reservar los últimos asientos en lugar de los primeros a los “importantes”? Es más, en los eucaristías de mi Hermandad he enseñado a los miembros de mi Junta a ser los últimos en comulgar y a ser también los últimos en participar del acto solemne de pública protestación de fe. Quizá me haya ceñido a la interpretación literal de este evangelio y no se trate de eso.
Pero sí es cierto que nuestra fe se caracteriza también por la vivencia de signos, y este hecho tan sencillo puede ser una muestra de respeto y de compromiso significante de aquello a lo que nos comprometimos de verdad: a servir y no a ser servidos, a “abajarnos” para dejar paso a nuestros hermanos, a nuestro prójimo. Por eso, mientras sobre mí quede esta responsabilidad, prefiero ser literal en transcripción y ser el último para poder servir a mis hermanos. ¿O acaso cuando llegan a tu casa comes tú primero y después tus visitantes?