Domingo vigésimo cuarto del tiempo ordinario. Continuamos con el Evangelio de Marcos donde aparece la escena donde Jesús pregunta quién dice la gente que es Él. Jesús, en este pasaje, explica claramente quién es y a qué ha venido al mundo, a pesar de que alguno de sus discípulos se nieguen a esa realidad. Ante esto, Jesús es tajante: “El que quiera ser mi discípulo, cargue con su cruz y sígame”.
Estamos acostumbrados a realizar las cosas de nuestra vida ordinaria con un ojo puesto en nuestras miras y con otro ojo puesto en el qué dirán. Pero a pesar de ello, debemos hacer las cosas por convicción de que estamos actuando bien, con buena fe y por servicio a los demás, y no hacerlo únicamente con la mira de lo que la gente espera o quiere, porque puede darse la circunstancia de que nuestras creencias y convicciones coincidan con las miras de la sociedad, pero también se darán circunstancias donde esto no proceda de igual manera. Ante esta última circunstancia podemos entrar en un conflicto interno y personal, que debemos salvar únicamente con nuestra fe depositada en Dios y con los ojos y el corazón puestos en los planes que Dios tiene para nosotros, como así dice Jesús a Pedro en este evangelio cuando éste último le reprende: “Tú no ves las cosas como las ve Dios, sino como las ven los hombres”.
Por nuestros actos, seremos juzgados. Pero, sobre todo, por el corazón que pongamos en cada paso que demos. No importa tanto el objetivo como el procedimiento que sigamos para alcanzarlo, algo que a día de hoy está también muy presente en la enseñanza reglada del alumnado. Sigamos nosotros estos pasos, hagamos las cosas con la mira puesta en Dios y atribuyámoslo todo a Dios, como nos enseñaba San Juan Bautista de La Salle en sus meditaciones. Sólo de ese modo, podremos llegar a preguntar a nuestros semejantes “¿quién dices que soy yo?” y podremos ver con satisfacción que la respuesta más importante que recibiremos es la que nuestro mismo Dios quiera hacer de nosotros mismos.