Hace años, Antequera vivía una Cuaresma distinta a la de hoy: en las iglesias, los altares, las imágenes todas, estaban tapadas por telas moradas que pretendían que la atención de los asistentes a los quinarios, septenarios y novenas, centraran su atención en las oraciones propias de estas fechas.
O en los sermones de los grandes oradores que las Cofradías traían, a veces desde sitios muy lejanos, atraídos por su fama de profundos y convincentes pensadores que, en profundo contraste con muchas iglesias de hoy día, llenaban hasta abarrotar los templos. Se daba el caso de muchas señoras que, para garantizarse un asiento, disponían de sillas-reclinatorios propios, cuyo asiento se cerraba con unos candados que impedía su uso a quien no fuera su dueña. Los últimos los vimos en Los Remedios.
No importa que los sermones se dieran en Jesús, Santo Domingo, Belén o San Pedro, sede de las Cofradías entonces existentes; en todos sitios había una gran afluencia de fieles que, de verdad, vivían la auténtica Cuaresma, durante la cual, por supuesto, se guardaba una vigilia en la que no se comía carne ni el Miércoles de Ceniza, ni ninguno de los viernes de Cuaresma hasta el Viernes Santo, sustituyéndose casi siempre por los potajes de bacalao o los más simples de garbanzos y habichuelas, comidas que se cumplían a rajatabla, sin esfuerzo, con el convencimiento de hacer penitencia que para eso estaba la Cuaresma… y, por supuesto, sin acudir al actual “¿Y otros comen gambas que son más caras..?”, en el que pretenden escudarse. Y además, en tiempos tan duros, cada cual daba limosnas de acuerdo con sus posibilidades.
Pero se hacía algo más: preparar las mantillas para visitar los “sagrarios” o “monumentos” que se montaban el Jueves Santo –de lo que hablamos en nuestra próxima edición especial–. Las mujeres acudían a sus baúles –que han desaparecido de muchas casas– para desdoblar con cuidado los trajes negros o las preciosas mantillas, que no eran sino una especie de velo, obligatorio para entrar a las iglesias también entonces, pero más grandes y las peinetas que las sujetarían a la bella cabeza de la mujer. Es otra hermosa tradición española, casi perdida hoy día… y que no recupera nadie.