Me gusta remontarme a épocas prehistóricas ya muy remotas para nosotros. Imaginarme que estamos en la prehistoria y que desde ella vamos a avanzar por las diversas culturas de nuestra posterior historia. Vivíamos en cavernas o cuevas: del Tesoro, de Belda, de Ardales, de los Murciélagos, de Nerja, etc.; nos alimentábamos con la caza que nosotros íbamos buscando por necesidad; nos defendíamos de los animales con rudimentarios utensilios que nosotros fabricábamos; enterrábamos a nuestros muertos en monumentos megalíticos del modelo de Menga, Viera y Romeral y desde estas tierras y Sitio de los Dólmenes de Antequera, hoy Patrimonio Mundial de la Humanidad, contemplábamos el universo, para saber cuándo y cómo resguardarnos de los fríos y buscar comida, emigrando a otros lugares, dependiendo de las estaciones del año.
Pero, ¿Cómo sabíamos cuándo emigrar? ¿Quién nos daba esa orden? ¿Adónde ir? ¿Cuándo volver? Sólo una respuesta para estas y tantas interrogantes: El Sol, con mayúscula, nuestro astro rey, sería el encargado de mostrarnos las respuestas adecuadas en cada momento.
Cada día, mirábamos al cielo, esperando una respuesta a nuestras constantes interrogantes. Deducíamos cuándo era otoño, cuándo invierno, cuándo primavera o cuándo verano por el movimiento ascendente o descendente de nuestro Sol. Aguardábamos con inquietud y preocupación cada uno de estos movimientos y temíamos. Temíamos que algo extraño nos pasase, que algo extraño nos amenazase, que algún fenómeno peculiar nos ocurriese y teníamos que evitarlo. Debíamos protegernos de los muchos peligros que constantemente nos acechaban.
Con sumo estupor y miedo, nos acercábamos al solsticio de verano, “ese gran momento del curso solar en el que, tras ir subiendo día tras día por el cielo, el luminar se para y, desde entonces, retrocede sobre sus pasos en el camino celeste”. Veíamos cómo el sol se acercaba a su final y nos sobrecogíamos. ¿Qué pasará? ¿Volverá sobre sus pasos nuestro astro? ¿Se detendrá, se precipitará al vacío y será nuestro final? ¡Pongamos algo de nuestra parte!¡Ayudémoslo en su decaimiento! ¡Encendamos hogueras que le ayuden a sostenerse en sus desfallecientes pasos y que reenciendan la llama moribunda en sus manos débiles! Así era la vida de nuestros antepasados: “Este momento no pudo menos de ser considerado con ansiedad por el hombre primitivo y tuvo que aprender a darse cuenta de su impotencia ante los inmensos cambios cíclicos de la naturaleza y pudo soñar en ayudar al sol en su aparente decaimiento y que podría ayudarlo a sostenerse en sus desfallecientes pasos y reencender la llama moribunda de la rojiza lámpara”.
Afirma J.F. Frazer, del que he copiado algunos párrafos entrecomillados, que “La época del año en que las fiestas del fuego se han celebrado más en toda Europa coinciden con el solsticio de verano, en la víspera, el 23 de junio, o en el día del solsticio, 24 de junio. Posiblemente esta costumbre sea la causa por la que, en muchas partes de Europa y en gran parte de España, se sigan encendiendo hogueras en la noche de san Juan, del 23 al 24 de junio. Sigue siendo costumbre bailar y cantar en torno a ellas y se suelen quemar todo tipo de objetos para ahuyentar a los espíritus malignos y curarse de determinadas enfermedades o, simplemente, para purificarse. Las personas y los animales solían pasar debajo del fuego o saltar sobre él para desprenderse de todo lo que le aquejaba. Porque el fuego poseía esa noche virtudes curativas y de protección. También es costumbre arrojar objetos queridos al fuego para que los protegiesen y les diesen salud; igual arrojaban las cenizas del fuego de esa noche a los campos, para obtener buenas cosechas.
Otro elemento importante en esta fecha es la vegetación, concretamente las flores. Durante el la primavera, las flores se habían cargado de virtud y para aprovechar estas propiedades, profilácticas y medicinales, había que cogerlas esta noche mágica, antes de que los caballitos del diablo se las comiesen. Igualmente, Se tenían que cortar los recién nacidos helechos para evitar que se aprovechasen de ellos las brujas para sus magias y encantos y, así, huir de sus maleficios.
Todo esto podemos sintetizarlo en una bella canción, que se solía cantar en esta noche:
“A coger el trébole, el trébole, el trébole,
y a buscar el trébole, la noche de San Juan;
a coger el trébole, el trébole, el trébole,
y a buscar el trébole los mis amores van”.
Así, para obtener felicidad durante todo el año se cogían la ruda, la albahaca, la verbena, el saúco y la valeriana. Todas ellas hierbas medicinales que daban paz y alegría, además de conciliar las voluntades ya que son muy amorosas. Porque de amor, sobre todo, va esta noche. Aunque no todas las muchachas, se atrevían a coger flores ya que temían lo peor, según estas coplillas populares:
“Que no cogeré yo verbena
la mañana de San Juan,
pues mis amores se van”.
“Ya no me porné guirnaldas
la mañana de San Juan,
pues mis amores se va”.
A todo esto, Caro Baroja añade que “El culto al agua tiene en esta fiesta de San Juan, una de sus más brillantes manifestaciones. Las aguas del mar de un lado, las aguas de las fuentes y de los ríos y arroyos, y el rocío, por otro, se cree que poseen en esta noche, virtudes especiales que no suelen tener durante el resto del año. De ahí la recomendación de que en esta noche hay que purificarse en las fuentes, ríos o manantiales echando el agua sobre la cabeza, (la “Noche de San Juan, zambuquía (zambullida) en el pilar” (decíamos en mi pueblo, Cuevas de San Marcos), hay que lavarse los pies, las manos y, sobre todo, la cara para purificarse y que la belleza haga presencia en ella. (Una pequeña aclaración acerca de esta extraña palabra “zambuquía”, posible reminiscencia del verbo “zambucar” que significa “meter de pronto una cosa entre otras para que no sea vista o reconocida”; aunque yo la relaciono más con “zambullida” que es “acción y efecto de zambullir”, o sea, “meter algo debajo del agua con ímpetu o de golpe”, ya que, efectivamente, había que meter la cabeza bien rápido debajo del agua durante las horas de la noche y antes de que saliese el sol, y, hasta ahora que parece que el clima está cambiando, el agua estaba fresquita).
Actos estos, todos, sintetizados en la sana costumbre de quemar los “Juás” en Málaga, en la playa, antes en los famosos barrios malagueños de El Perchel, La Trinidad o Capuchinos en donde se mezclan el fuego y el agua con todas estas tradiciones relatadas.
Así ocurre también en otras partes de Europa, como lo demuestra Alexandre Bertrand cuando afirma que “De todos los cultos antiguos el más extendido, el que mejor responde a los instintos, el que más huella ha dejado en el suelo y habitantes del actual territorio francés, es el culto a las aguas”. Y Caro Vallejo reconoce esto como práctica habitual en muchas partes del mundo, sobre todo en la península ibérica. Nos relata cómo “en época pagana, las fuentes eran objeto de adoración por parte de los pueblos indígenas y cómo en los primeros siglos del Cristianismo se pretendió, primero condenar esta adoración y, luego, cristianizarla dando a las fuentes nombres de santos, principalmente, el de San Juan (según la tradición este santo nació en este día), pasando así a ser fuentes sagradas, fuentes milagrosas de las que se espera bastante en esta noche”.
No me canso de citar la costumbre más destacada en esta noche y que era muy frecuente en todos los pueblos de la comarca: sanar los niños herniados. Un hombre, llamado Juan y una mujer, llamada María, en esta noche mágica tenían la virtud de curar lo que se llamaban “quebracías” de un bebé. Se iban con el bebé al campo, muy cerca de un río o arroyo –poder del agua– y debajo de un árbol –elemento vegetal– una mimbrera en concreto; se desgajaba una vareta y se dividía en dos mitades, se pasaba el bebé por medio y se decía esta fórmula:
– Toma, Juan.
– Dame, María.
– Enfermo te lo doy.
– Sano me lo darás.
Luego se ataba la vareta de mimbre con guita, en algunos sitios le ponen también miel, y si no se secaba y la vareta seguía creciendo y echaba hojas, el bebé sanaba.
Que la magia la tenían un Juan y una María, lo demuestran el hecho de que en otros lugares, estas dos personas sólo tenían que pasar la mano por la quebracía; pero lo más común era cogerse de las manos y dirigiéndose a la mimbre, solía decir:
– Mimbre: te paso este niño
para que me lo cures tú.
– Tómalo, María.
– Dámelo, Juan.
– Que cuando te lo dé,
curado estará.
Pero no se puede olvidar que esta noche es la noche del amor por excelencia y de ahí que por estas tierras existiesen muchas costumbres relacionadas con el hecho de que las mozas casaderas, pudiesen adivinar si se casarían o no antes de la celebración de la festividad de San Juan del año siguiente o si su novio la iba a querer o no. Éstas son algunas de las costumbres recogidas por la comarca de Antequera:
– Una muchacha, quemaba un poco la flor de un cardo, la sembraba en una maceta y si al amanecer florecía, era señal de que el novio la quería. Si no florecía, señal de que no la quería.
– Si una muchacha quería saber cuál iba a ser su novio, en esta noche echaba una jarra de agua al suelo y el primero en pisar el agua, sería su novio.
– Dos personas enamoradas cogían dos hojas de higuera que las representaban y las echaban en agua durante esta noche. Si una o las dos hojas estaban arrugadas antes de que saliese el sol, era señal de que no se amaban. Si estaban lozanas y tiesas, sí se amaban y se casarían.
– Otras veces, los dos enamorados, cogían agua en una palangana y echaban con un dedo dos agujas. Movían el agua con el dedo índice y si amanecían las dos agujas unidas, había correspondencia amorosa; si no estaban unidas, no.
– Para adivinar cómo iba a ser al año, se solía poner en esa noche tres habas debajo de la almohada: una pelada, otra sin pelar y otra medio pelada. Si, al amanecer, sacaba la que no estaba pelada, era señal de que iba a tener buen año en salud, dinero, amor, etc., si era la medio pelada, el año iba a ser regular y si era la pelada, el año iba a ser malo.
– Para adivinar cuál sería el novio de una chica, se escribían en papeles pequeños los nombres de cada uno de los que le gustaban, se liaban y se echaban en agua durante la noche. El nombre del papel que quedase abierto encima a la mañana siguiente, sería su novio.
Independientemente de que estas costumbres se hayan perdido o no, lo interesante es que esta noche sigue siendo mágica aún para nosotros, los habitantes del siglo XXI, cansados de tantas penalidades y acontecimientos extraños, sobre todo la dichosa pandemia que estamos sufriendo y, por eso, sea verdad o no, se cumpla o no, esta noche hagamos parte de estas cosas que nuestros ancestros han realizado a través de los siglos, desde la prehistoria. Purifiquémosnos en las fuentes, ríos y manantiales. Sumerjamos nuestra cabeza, nuestras manos, nuestros pies y nuestro cuerpo todo en las aguas purificadoras que en esta noche mágica adquieren virtudes especiales. Lavemos nuestra cara para que quedemos limpios de impurezas y libres de enfermedades de nuestra piel.
Disfrutemos del amor en su noche por excelencia. “Cojamos la rosa”, en su sentido poético, esto es, enamorándonos, ya en esta noche tiene lugar la culminación de todas las prácticas amatorias: Terminan las mayas, acaban las romerías con sus amantes y empiezan los cantos de boda que recogen toda la alegría del feliz momento. Bañémonos juntos, mozas y mozos y lavémonos la cara, los cabellos y la camisa como juego amoroso y erótico. No perdamos el tiempo poniéndonos guirnaldas porque nuestros amores se van y esperemos con nuestra pareja la salida del sol.
¡Disfrutemos la noche!