Hará unos tres meses leí en estas mismas páginas un escrito de un padre carmelita que venía a decir, con mucha gracia, que para Cristo era un alivio hablar con cualquiera, romano incluido, salvo con los de la casta judía político-sacerdotal. Lo he tenido presente al leer el otro día un artículo furibundo de Arcadi Espada que arremetía contra las religiones por lo que en ellas hay de pulsión a la violencia fanática.
Algo puede objetarse a esta opinión, tan extendida y sin matices, y es que sea históricamente injusta al menos para con un personaje, Cristo, que se estaba buscando una ruina cada vez que cuestionaba el tinglado legal que aquellos “escribas y fariseos hipócritas” (entre otras lindezas) habían ido tejiendo en torno al decálogo. Lo del descanso sabático, por ejemplo, reglamentado hasta la náusea, le traía a maltraer: “¿Qué está permitido en sábado? ¿hacer el bien o el mal? ¿salvar la vida a un hombre o dejarlo morir? Se quedaron callados. Echando en torno una mirada de ira…”.
El texto (Marcos, 3) comienza diciendo: “Estaban al acecho pera ver si curaba en sábado y poder acusarlo”. Porque curar (al fin y al cabo un “trabajo”), o coger al paso unas espigas (lo más parecido a “segar”) para calmar el hambre, no eran compatibles con el descanso del sábado. Y el caso es que Cristo cura a aquel hombre ante los ojos de aquellos que, si antes se habían callado, salen ahora de la sinagoga acordando cómo acabar con él.
Es curioso cómo se repite el esquema farisaico en ésta y otras ocasiones: estar al acecho, dar la callada por respuesta, y buscar cómo quitárselo de en medio. Así que: ¿quién puede acusar de fanatismo al que va a morir a manos de fanáticos? Y no menos curioso: ¿Cómo hay que ser de mezquino para no ver con simpatía los desplantes de Jesús a aquella casta opresora? Porque aquello sí que era una casta… “de víboras”.