· Primera lectura: Génesis 2, 7-9; 3, 1-7
· Salmo responsorial: Salmos 50, Misericordia Señor, hemos pecado.
· Segunda lectura: Romanos 5, 12-19
· Evangelio: Mateo 4, 1-11
Acabamos de comenzar uno de los tiempos fuertes del año litúrgico: la Cuaresma. El pasado miércoles, recibiendo la ceniza sobre nuestras cabezas en señal de penitencia, reconocíamos nuestra condición de criaturas, de personas muy necesitadas del amor de Dios.
Sí, de ese Dios que desde el principio de la Historia de la humanidad, se “manchó” las manos para que ellas crearan la mejor de sus obras: el ser humano, en sus dos géneros: el hombre y la mujer. Dos personas iguales en dignidad, al tiempo que son necesariamente complementarios. Y lo más importante, que se necesitan el uno al otro para alcanzar su plenitud, esa que se vive en la vida familiar.
Ése era el plan inicial de Dios para la humanidad, unas relaciones plenas entre las personas, y Él con mismo, viviendo armónicamente con el mundo, con la realidad que les rodeaba. Pero esto fue un breve sueño. Que además fue interrumpido de una manera brusca por el pecado, porque nuestros primeros padres prefirieron caer en la tentación.
Por eso no puede sorprendernos que Jesús quisiera enseñarnos a rezar para pedir que no caigamos en la tentación en su oración del Padrenuestro. Esa tentación se va a presentar en nuestra vida, en muchos momentos de la misma. Pero tenemos el gran regalo de la libertad. Y eso hace posible el caer en ella, o el vivir con más fuerza nuestra vida siguiendo lo que nos pide nuestra fe cristiana.
Es cierto que no es fácil. Pero como en tantas otras cosas, el Señor pasó antes por ahí, lo vivió en sus “propias carnes”. Así lo escucharemos en el evangelio dominical: tras su bautizo, Jesús se va a retirar al desierto. Antes de iniciar su ministerio, su vida pública, se va a orar a la tranquilidad absoluta de ese lugar inhóspito, donde la vida brilla por su ausencia.
Si el lugar de Dios era un “Jardín del Edén” lleno de vida, el lugar de la tentación es ese desierto, que es capaz de llevar al límite de sus fuerzas a quién en él se adentra. Pues tras una larga estancia, tras los cuarenta días que nos recuerdan nuestra Cuaresma, la tentación llega a la vida del Señor.
Es la lógica del Maligno, el aprovechar nuestras debilidades, nuestros momentos “de bajón”, “para sacarnos de nuestras casillas”, las de la gracia, la del amor. O como nos dice el papa Francisco: “El diablo toma siempre este camino de tentaciones: la riqueza, para sentirte suficiente; la vanidad, para sentirte importante; y al final, el orgullo, la soberbia”
El evangelio nos va a hablar de tres tentaciones (el consumir, la codicia y el poder). Y aunque en principio pueda sorprendernos, las tentaciones de Jesús en el desierto son también las nuestras:
El hambre, que simboliza todas las “reivindicaciones” del cuerpo, el vivir con según su esclavitud, según su capricho; la necesidad de tener mucho, de poseer seguridad de un futuro holgado, aunque sea al precio de perjudicar al prójimo. Y por supuesto, la sed de poder, el temible instinto de dominación, de hacer siempre sólo lo que queremos, sin tener que dar cuentas a nadie.
Y, ¿cuál es la respuesta de Jesús a esas tentaciones? La que nuestros primeros padres no supieron dar, como también nos ocurre a nosotros: Solo Dios basta. Ni nuestro saber ni nuestra fuerza. Solo el amor de Dios. Que buen programa de Cuaresma sería eso, la mejor compañía posible para dirigir nuestros pasos a la luz de la Pascua, a vivir los frutos de la Redención: la nueva vida en Cristo. ¡Feliz domingo a todos. Que Dios os bendiga!
padre JUAN MANUEL ORTIZ PALOMO