La Biblia ofrece dos relatos de la creación. Voy a referirme ahora al contemplado en el capítulo 1 y los cuatro primeros versículos del capítulo 2, que se prolonga seis días más un séptimo de descanso del Creador.
El Génesis no pretende dar una explicación científica del origen del universo. Se limita a contar cómo se formó el cosmos, la Tierra y la vida, incluido el ser humano, conforme a las creencias de la época. Por ello, no es extraño que esta explicación del pueblo hebreo presente similitudes con los relatos de la creación de culturas cercanas como la babilónica.
Al leer el texto vemos que Dios crea por medio de su palabra: “Dijo Dios: haya… que exista…” Si diésemos a esto formato cinematográfico se escucharía en la sala una voz grave pronunciando esas palabras. Pero sería más correcto pensar que la palabra es un modo de indicar que el Todopoderoso emplea su sabiduría y ejerce su voluntad al crear el universo. El acto divino de la creación es voluntario pues Dios, preexistente a todo, no necesita del universo para nada ni está condicionado en su creación por nada. A su vez, la mención a la palabra nos permite saltar hasta el evangelio de Juan, capítulo 1, donde nos dice que al principio era el Verbo, el Verbo era Dios y todas las cosas fueron hechas por Él, y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros, en alusión directa a Jesucristo.
Hay una gradación a lo largo de la creación, que parte del caos y las tinieblas para dar existencia a la luz creándose el día y la noche, al firmamento o cielo, a la tierra y el mar, a la vegetación sobre la tierra, al Sol, la Luna, las estrellas, los peces, las aves, los animales que viven sobre la tierra y, por último, al ser humano. Es evidente que el Creador da un trato privilegiado a sus criaturas preferidas, a nosotros. En el proceso creativo dejó para el final y como remate lo mejor, el ser humano.
Además, Dios nos hizo “a su imagen y semejanza”; no existe gloria mayor. A esto hay que añadir que el Señor nos concedió el derecho a dominar sobre todo lo creado por Él. Lógicamente, este dominio o sometimiento hay que ejercerlo con prudencia y sabiduría, sabiendo que debemos cuidar de lo que hemos recibido como préstamo para entregarlo a las generaciones venideras en igual o mejor estado.
Querría resaltar también que el texto sagrado insiste en afirmar que Dios considera todos los frutos de su actividad creadora muy buenos. En un primer momento esta aseveración puede parecer innecesaria dado que todo lo que procede de Él ha de ser forzosamente bueno. Pero creo que la reiteración de la afirmación sobre la bondad de todo lo creado convierte al pasaje bíblico en un canto de júbilo referido a la naturaleza y a la vida en todos sus órdenes que, entre otros, recogió mucho más tarde Francisco de Asís.
Manuel Pedraza Hidalgo