Cuando hay expertos en el país de nunca jamás, todo se vuelve números y cifras que se redondean sobre sí mismas o se convierten en onduladas circunvalaciones que hacen creer a la vista, al oído al gusto y al tacto que todo se puede cuantificar. Se levantan códigos de barras y se cierran teatros y museos. En una epidemia los cafés vacíos, de calles llenas de rápidos paseos, aulas que se desaguan, cerrados cines, huidos por puro instinto, sin poder moverse del sitio, se agolpan ellos junto a los interrogantes que en estos días han perdido el brillo de los vuelos rasantes, de los viajes proyectados, de los encuentros y abrazos porque sufren el síndrome del vacío.
El miedo campa a sus anchas, no se esconde. Se camufla de alguna manera y se jacta de alimentar sus ideas, expandiéndose a velocidad de trueno en las redes sociales que histéricas se bloquean de espanto. Surgen preguntas sin respuestas y se observan caras tras las mamparas de las pantallas televisivas que como máscaras tratan de hacerte llegar la información de manera caprichosa. Todo esconde una letra pequeña mucho más sibilina que los colores estertóreos de las pictóricas gráficas elevadas a la quinta potencia. Tecnología e imitación.
De repente aparece la palabra crisis y las manos que antes se llevaban a la cabeza ahora están bajo los chorros de agua impregnadas de jabón, liberando capacidad de resistencia de cualquier grifo que se precie. Nunca han brillado más los pomos de las puertas o los pasamanos de cualquier escalera.
Emergencias. Suenan campanas de no boda, de no reunión de no festival de cine, de no, fallas ¿y después qué? Teléfonos que suenan sin sonido, carreteras atestadas hacia ninguna parte, caída de bolsa. Mercados financieros entrados en pánico empujándose unos a otros con transacciones de locura. Continuará.