viernes 19 abril 2024
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El Hombre de Galilea

Curiosa analogía: un fósil bautizado como Hombre de Galilea habitó en tiempos una cueva a los pies del mismo cerro de Nazaret donde sus paisanos estuvieron a punto de despeñar a Jesús (Lc. 4, 21). El cráneo allí encontrado –datado en unos cien mil años– tiene aún rasgos de neandertal (fuertes arcos superciliares), pero la frente de ese nazareno arcaico era ya del género homo sapiens y parece haber sido enterrado. Éste y otro fósil de parecida edad hallado en el Monte Carmelo, hacen pensar en eso que San Pablo llamó “dolores de parto”: el infinito proceso evolutivo –centenares de miles, si no millones de años–, desde el bípedo, aún en parte simiesco, hasta llegar “a la altura del hombre perfecto”, que es así como fue llamado Cristo. 

Tan largo fue ese tiempo que, mientras tanto, la tierra cambió su faz tres o cuatro veces y el afinamiento espiritual y moral culminó en Jesús que, habiendo asumido su tradición judía (el atributo del Dios bíblico era su “fuerte brazo”), la trascendió llamando a Dios “Padre”.

Pero vayamos a lo que vamos: al hecho de que todo lo que de avance en esa línea  evolutiva se fue dando desde la edad más remota, haya sido des-calificado en estos últimos siglos (son sólo un par de minutos en la historia del tiempo), como la fase infantil de la humanidad. ¿Cómo se puede ser tan categórico en este tema cuando incluso expertos paleoantropólogos  (J.L. Arzuaga) parecen nostálgicos de un mundo espiritual –vagamente cromañón– en el que la vida aún aparecía dotada de sentido? Cabe preguntarse: ¿no tendrá razón? El caso es que, arrojada a esta era que él mismo califica de “artificial”, el sufrimiento mental de la humanidad no ha ido sino en aumento ¿Será verdad que estamos hechos para Dios, como dijo S. Agustín?

Que el ateísmo se haya hecho viral (retro-viral) podría estar diciendo menos de su verdad que de la petulancia cientifista. A uno, en todo caso, aún le tira mucho subir a los “montes antiguos”, a los “collados eternos” (Gn. 49, 26) donde soltar, casi sin ton ni son, una alabanza: “¡Bendito seas!”.

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