El Evangelio de hoy nos ofrece esta oración de Jesús: “¡Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has revelado estas cosas a los pequeños!”. Una oración que brota de la confianza y la alegría. De la confianza, porque al decir: ¡Te doy gracias, Padre!, señala que descansa en el Padre; y de la alegría, porque cuando la confianza desemboca en el agradecimiento, lleva a la alegría.
Por eso, al orar así, Jesús está diciendo que la oración es fuente de confianza y alegría, pues con ella hacemos presente a Dios que nos ama como Padre. A Dios, “Señor del cielo y de la tierra”. He ahí un claro reconocimiento de que la creación entera es del Padre. Por lo que nosotros debemos mostrar nuestro agradecimiento defendiendo la obra del Padre aquí en la tierra.
Y Jesús prosigue: “Sí, Padre, así te ha parecido mejor”. “Sí, Padre”. Qué dos palabras. ¡Ay, si nosotros fuésemos capaces de decir: Sí, padre! Pero qué difícil resulta a veces orar.
A Jesús también debió resultarle difícil, pues ora así en un momento de fracaso. Ya que si leemos lo que antecede en el evangelio, descubrimos que Jesús acaba de fracasar como predicador y taumaturgo, pues las ciudades de Corozaín, Betzaida y Cafarnaún, donde hizo la mayoría de sus milagros, no se han convertido. Y él, en lugar de amargarse, alaba al Padre: “Sí, Padre, así te ha parecido mejor”.
Qué difícil orar de esta forma, cuando nuestras palabras u obras han fracasado, cuando han caído en el vacío y los hijos no van por los caminos que nosotros hubiésemos deseado.
Por eso, tras la aceptación de la voluntad del Padre, Jesús revela su unión íntima con Él: “Nadie conoce al Padre más que el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar.
”Y Jesús que comenzó orando, ahora nos coloca ante la esencia de la oración. Pues cuando oramos, acontece algo que nos sobrepasa, algo que supera el motivo mismo de nuestra oración. Y es que, cuando nos ponemos ante Dios, para alabar, pedir o dar gracias, descubrimos que lo verdaderamente importante no es nuestra petición, ni nuestra alabanza, ni nuestra acción de gracias, sino el sabernos ante Dios; el sentirnos ante el que nos sobrepasa y ama; el vernos ante el amor incondicional de Dios que nos acoge siempre, como hijos, a nosotros, tan pequeños y pobres.
Y entonces, el que así ora siente aquello que dijo María: “¡Proclama mi alma la grandeza del Señor y se alegra mi espíritu en Dios mi salvador, porque ha mirado la humillación de su esclava!” Y quien así ora, descubre que Dios le ama.
Esta relación de amor es lo más importante y bello de puede sucedernos en la oración. Por eso, ojalá, en estos momentos, hiciéramos todos unos instantes de silencio en la presencia del Padre que nos ama. Diciéndole con Jesús: Yo te alabo, Señor del cielo y de la tierra. Y te doy gracias. Sí, Padre.