Si escribiera “Una rubia Imponente” yo sería Dorothy Parker y viviría en Nueva York, en una calle con nombre de número o cerca de un parque bautizado en verde. Pero no lo soy, no vivo en Manhattan. No, no escribo como ella, pero me gustaría tener su talento de guionista, solo eso, lo demás se lo dejaría abandonado en un sillón art déco de su restaurante favorito o en un banco del Central Park. Por otra parte, Dorothy estaba hecha de roca y humo, yo solo de carne y hueso.
Ella es de esas mujeres que te encuentras en las páginas de los libros, en las crónicas mundanas delante del folio, y no precisamente en blanco, en las rutas perdidas de las ciudades y en los sofisticados encuentros intelectuales rebosantes de whisky y cigarrillos clandestinos. Mordaz intelectualmente porque podía, estuvo en todas las listas negras de su época, lo que la hace más interesante a mis ojos. Caustico ingenio.
Arañaba Dorothy los buenos y los malos hábitos de la burguesía neoyorkina. Resumía en pocas cuartillas la hipocresía de una sociedad que crecía a la luz o las sombras del dinero recién estrenado y de unas costumbres que se caían de viejas y rancias. Fue una escritora de primer orden. Era única para desmantelar gazmoñerías en medio de habitaciones de hotel de la mano de sus personajes que ella misma contaba que los creaba patéticos y lacrimosos y los hacía reír sólo para dar la sensación de que todo les iba bien en la vida.
Su ironía nos acompañará siempre, su frivolidad también. Desconocida para muchos su faceta poética, pero su inteligente escritura, sacaba versos en medio de la prosa. Su cuota de frases incisivas es extraordinaria, con una de ellas les dejo: “La cura para el aburrimiento es la curiosidad. No existe cura para la curiosidad”.